Los cuentos de Alina Tortosa tienen la
propiedad de provocar sensaciones siempre cercanas al desasiego: la ambigüedad
de los sentimientos, el moderado despliegue pasional de las situaciones, el
amor o el encono puestos de manifiesto mediante escuetos estallidos verbales,
la suave articulación lógica como inefable presencia dominante… Toda la materia narrativa de estos textos explora la
tumultuosa opacidad de lo indeterminado, de lo posible dentro de lo fraguado
por la condición inexpugnable de lo que a cada uno le fue le fue otorgado como
plenitud o desesperanza. Más allá se vislumbran otros paisajes, el
misterio del suceder imaginario: una puerta que se cierra lentamente, una
figura que se aleja, o el recuerdo de lo que pudo ser como anonadamiento del
presente.
Ilustración
de tapa: Xul Solar
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LA CIUDAD
Jacinto gesticula mientras caminamos para
ilustrar lo que dice:
-
Como explicarte, la ciudad es
para mi una manta, un abrigo con el que
me puedo cubrir, puedo meter mis brazos en sus mangas o usarla de sombrero, de
capa, de carpa. Puedo usarla para perderme en ella, esconderme, desaparecer para después aparecer en otro lado.
- Yo
sólo puedo ver la ciudad como un espacio físico organizado de una cierta
forma, bien o mal.
Jacinto me mira con desprecio:
- No
te entiendo. ¿Cómo podés decir
eso? ¿Y lo que has vivído dentro de la
ciudad? ¿Lo que has visto y ya no
es? ¿No forma esto parte de ese
espacio físico del cual me hablás, no se sobrepone a la apariencia objetiva de
los lugares? Mis recuerdos se instalan
en los lugares, se acomodan en el espacio, distorsionan lo que veo. Pero
vos, Negro, vos tenés sangre de
horchata.
- ¿Qué
querés? Yo soy un tipo
convencional. No veo lo que no está.
- Pero
está, viejo, está. Lo tenés en la cabeza
y en las entrañas. Y eso es tan real
como el cemento.
- Mirá
Jacinto, será como vos decís, pero yo soy un tipo tranquilo.
- Más
que tranquilo, estás dormido.
- Si
vos lo decís.
Un rato de Jacinto me divierte, pero después me impaciento. No puedo seguir su discurso
apasionado, y a veces ni siquiera
comprendo lo que me dice.
-
Bueno, Negro, no te enojés, vos
sabés como soy yo, la cabeza me trabaja
a mil por hora, me voy y vuelvo. Y, vos, vos sos lenteja.
Tiene razón Jacinto, yo soy lento, pero me parece que uno a estas cosas no las elije. Uno es como es. El no eligió ver esas cosas que dice que
ve, igual que yo no elejí ver la ciudad
tal cual es ¿no?
-
Mirá, Jacinto, sabés lo que yo creo, que uno no elige lo que ve, algunos pueden ver esas cosas de las que vos hablás y otros no.
Me mira disgustado:
- Uno
puede elegir. ¿Y, si elegís ver en lugar
de no ver?
- ¿Vos
crees...? Si se pudiese, yo eligiría ver... -le contesto sin estar
seguro de lo que digo.
-
Elegí, entonces, carajo.
-Está bien - le digo para que se quede
contento - elijo ver.
Caminamos en silencio.
¿Cómo será ser otro?, me pregunto,
¿Cómo será ver lo que no está?
¿Cómo será ser apasionado como Jacinto?
Siento una opresión en el pecho y me falta el
aire. Me zumban los oidos. Se me nublan los ojos, no veo. La ciudad se ha escondido detrás de una
neblina oscura, la ciudad está
temblando, se tambalea, se sacude, se
oscurece. Un brazo me sostiene, la ciudad ha estirado uno de sus brazos para
sostenerme. Siento que me deslizo, que su brazo no me puede sostener y caigo,
ella cae conmigo.
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