martes, 2 de julio de 2013

La yerra


La yerra


Con los dedos peinó hacía atrás el mechón que le caía sobre los ojos cuando se agachaba a recoger el hierro caliente del fuego.  Caminó hasta el cepo y esperó que Camilo levantase la cola del ternero para despejar el anca en el área donde él iba a estampar la marca de la estancia. Se sintió el sonido sibilante  del pelo del animal al quemarse y el olor que despedía.  ¿Olor o aroma?  se preguntó Juan.  El terreno fangoso alrededor del tubo le recordó la posibilidad de resbalarse y quemar al hombre que sostenía la cola del animal. Esta idea surgía todos los años durante la yerra. Un pequeño traspié y marcaba al hombre.  Volvió el hierro al fuego poniéndolo en el orden indicado: a la izquierda de los otros dos, para seguir trabajando con el primero de la derecha, que ya estaría caliente.  El humo se le metía en los ojos.  A pesar de la temperatura baja, sintió calor. Se aflojó el pañuelo de algodón que había anudado al cuello y abrió el segundo y el tercer botón de la camisa de viyella.  Había marcado cien terneras y ahora venían los terneros.  Ese, el que sostenía Camilo, era el primero de la serie.  Sentía en la espalda y en el cuello la tensión de los últimos días y el deseo en el vientre.  Ese deseo que lo torturaba desde que había visto a Camilo por primera vez.  Estaba con su novia cuando el encargado lo llevó a presentárselos.  Las preguntas e inquietudes que lo habían perseguido encontraron respuesta en el cuerpo terso y ágil del joven, en los mechones oscuros sostenidos por una vincha roja y en la mirada velada por pestañas espesas. Se sintió atravesado por esa mirada que no alcanzaba a ver del todo. Reprimió el impulso de tocarlo.   Qué locura – se dijo en el momento - he perdido el control. No. No lo había perdido aún – reflexionó dándose ánimo- dado que no lo había tocado.  Pero el impulso no lo abandonó ni entonces, ni con el correr de los días. No dormía de noche y le costaba tolerar a su novia. Es cierto que años de buenos modales y de códigos de conducta estrictos le ayudaban a disimular. O casi. Marina se daba cuenta de que algo estaba mal. Se había dado cuenta desde un principio, antes que él mismo, que había tomado su poco interés en tener sexo con ella como su forma de ser asexuado. Marina no se había entregado, no había desistido de la relación con él, lo encontraba atractivo y le gustaba pensar en un futuro juntos. Quizá esto también fuese un reflejo sobre la sexualidad de ella, y el resultado de una educación religiosa intensa, en la que el acento estaba puesto en la procreación y no el disfrute sensual y erótico.  O quizá tuviese miedo de dejarse llevar por impulsos que no comprendía bien. En cualquiera de los dos casos  la actitud de ella lo había salvaguardado de tomar decisiones.  Se había podido relacionar con los posibles miedos y prejuicios de ella, como no lo podría haber hecho con una actitud abierta y expectante.  Desde su adolescencia  había evitado el contacto con las mujeres y con los hombres. Le había escabullido a la pasión sosteniendo una indiferencia cortés que pasaba por buenos modales y, en algunos casos, por una actitud de ternura y respeto. Sintió nauseas. Se detuvo en el momento de marcar el animal siguiente y volvió atrás para dejar el hierro. Le temblaba la mano. No se animó a mirarlo a Camilo,  quien soltó la cola del animal y salió del cepo.

- ¿Lo suelto? – preguntó.

- Si –contestó él – Soltalo.

- Marina lo tomó de la mano:

- ¿Te sentís mal?

Le costó articular las palabras, sentirse mal no era algo que en su familia se hiciese en público. Y con una sonrisa forzada se volvió hacía el pequeño grupo de amigos que invitaba todos los años a la yerra:

- Tomemos una copa de vino y seguimos.

Fernando, su mejor amigo desde el colegio, descorchó dos botellas y sirvió el vino. Cuando hubo repartido los vasos de plástico, que reemplazaban las copas, levantó el suyo y dijo, mirándolo:

- ¡Por Juan y sus terneros!
- ¡Por Juan y sus terneros! – repitieron los demás.

Marina también levantó su vaso, sonriendo con tristeza y parpadeando. Nunca la incluían en sus brindis.  Siempre esperaba que la mencionasen, después de todo,  ella lo acompañaba a Juan.  Quizá tuviese que ver con el colegio de varones al que habían ido, con el rugby, vaya a saber…  Y, siguiendo un viejo hábito, se convenció de que no tenía importancia.  Camilo y Benítez, el encargado, también levantaron sus vasos timidamente, sin repetir el brindis. Benítez parecía preocupado, y Camilo abstraído.  Los varones le hicieron bromas a Juan y las mujeres se reunieron alrededor de Marina.

La noche antes Benítez le había anunciado que Camilo había pedido permiso para traer a su novia a vivir con él en el campo, descartando su acuerdo, como en otros casos en ocasiones anteriores.   Un dolor agudo le atravesó el corazón, a la vez que contestó, vacilando:

- Si…., claro… - esbozando una sonrisa que no terminó de definirse.

Entonces, se dijo en silencio, entendí mal. ¿Cómo podía ser?  El intercambio de miradas, gestos… No habían llegado a tocarse, pero desde que llegó él sintió en su cuerpo cada movimiento del joven y le pareció que él también sentía los suyos. Esa sonrisa irónica con la que contestaba sus preguntas sobre el estado del ganado o lo que fuese. El movimiento lento con que le entregaba algo, sosteniéndolo aún después que Juan lo había tomado. Cabía la posibilidad de que se hubiese equivocado.  Sin embargo… un sentimiento de seguridad fue desalojando a la desazón.  No se había equivocado… no podía haberse equivocado… él que tanto había cuidado no involucrarse en el pasado en situaciones ambiguas,  para no dejarse llevar por sentimientos que no comprendía bien, esta vez había estado seguro. Si, seguro.

Sonrió relajado:

- Sigamos con los terneros, así después pasamos al  asado.

Las marcas estaban al rojo en el fuego que Camilo había atizado mientras los demás charlaban. Benítez retuvo otra vez al ternero por el cuello en el cepo.  Camilo le tomó la cola levantándola para despejar  el anca.  Juan se acercó con el fierro candente. El joven, por primera vez ese día, lo miró a los ojos desde el fondo oscurísimo de los suyos.  Juan visualizó la idea. Acercándose despacio, levantó el brazo lentamente  sobre el cuarto trasero de la ternera, deslizándolo  a último momento sobre la nalga de Camilo, quien acababa de cambiar de posición, dándole la espalda.

Alina Tortosa
Pan de Azúcar
Noviembre 2009

1 comentario:

  1. Un cuento muy atractivo, con suspenso, interesante. Muestra un gran conocimiento de la autora de esa tarea de campo y el comportamiento, conducta y ligazones familiares de un hombre de campo. Excelente.

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