La yerra
Con los dedos peinó hacía atrás el mechón que le caía sobre los ojos
cuando se agachaba a recoger el hierro caliente del fuego. Caminó hasta el cepo y esperó que Camilo levantase
la cola del ternero para despejar el anca en el área donde él iba a estampar la
marca de la estancia. Se
sintió el sonido sibilante del pelo del
animal al quemarse y el olor que despedía.
¿Olor o aroma? se preguntó Juan. El terreno fangoso alrededor del tubo le
recordó la posibilidad de resbalarse y quemar al hombre que sostenía la cola
del animal. Esta idea surgía todos los años durante la yerra. Un pequeño traspié
y marcaba al hombre. Volvió el hierro al
fuego poniéndolo en el orden indicado: a la izquierda de los otros dos, para
seguir trabajando con el primero de la derecha, que ya estaría caliente. El humo se le metía en los ojos. A pesar de la temperatura baja, sintió calor.
Se aflojó el pañuelo de algodón que había anudado al cuello y abrió el segundo
y el tercer botón de la camisa de viyella.
Había marcado cien terneras y ahora venían los terneros. Ese, el que sostenía Camilo, era el primero
de la serie. Sentía en la espalda y en
el cuello la tensión de los últimos días y el deseo en el vientre. Ese deseo que lo torturaba desde que había
visto a Camilo por primera vez. Estaba
con su novia cuando el encargado lo llevó a presentárselos. Las preguntas e inquietudes que lo habían
perseguido encontraron respuesta en el cuerpo terso y ágil del joven, en los
mechones oscuros sostenidos por una vincha roja y en la mirada velada por
pestañas espesas. Se sintió atravesado por esa mirada que no alcanzaba a ver
del todo. Reprimió el impulso de tocarlo.
Qué locura – se dijo en el momento - he perdido el control. No. No lo había perdido aún – reflexionó
dándose ánimo- dado que no lo había tocado.
Pero el impulso no lo abandonó ni entonces, ni con el correr de los
días. No dormía de noche y le costaba tolerar a su novia. Es cierto que años de
buenos modales y de códigos de conducta estrictos le ayudaban a disimular. O
casi. Marina se daba cuenta de que algo estaba mal. Se había dado cuenta desde
un principio, antes que él mismo, que había tomado su poco interés en tener
sexo con ella como su forma de ser asexuado. Marina no se había entregado, no
había desistido de la relación con él, lo encontraba atractivo y le gustaba
pensar en un futuro juntos. Quizá esto también fuese un reflejo sobre la
sexualidad de ella, y el resultado de una educación religiosa intensa, en la
que el acento estaba puesto en la procreación y no el disfrute sensual y
erótico. O quizá tuviese miedo de
dejarse llevar por impulsos que no comprendía bien. En cualquiera de los dos
casos la actitud de ella lo había
salvaguardado de tomar decisiones. Se
había podido relacionar con los posibles miedos y prejuicios de ella, como no
lo podría haber hecho con una actitud abierta y expectante. Desde su adolescencia había evitado el contacto con las mujeres y
con los hombres. Le había escabullido a la pasión sosteniendo una indiferencia
cortés que pasaba por buenos modales y, en algunos casos, por una actitud de
ternura y respeto. Sintió nauseas. Se detuvo en el momento de marcar el animal
siguiente y volvió atrás para dejar el hierro. Le temblaba la mano. No se animó a
mirarlo a Camilo, quien soltó la cola
del animal y salió del cepo.
- ¿Lo suelto? – preguntó.
- Si –contestó él – Soltalo.
- Marina lo tomó de la mano:
- ¿Te sentís mal?
Le costó articular las palabras, sentirse mal no era algo que en su
familia se hiciese en público. Y con una sonrisa forzada se volvió hacía el
pequeño grupo de amigos que invitaba todos los años a la yerra:
- Tomemos una copa de vino y seguimos.
Fernando, su mejor amigo desde el colegio, descorchó dos botellas y
sirvió el vino. Cuando hubo repartido los vasos de plástico, que reemplazaban
las copas, levantó el suyo y dijo, mirándolo:
- ¡Por Juan y sus terneros!
- ¡Por Juan y sus terneros! – repitieron los demás.
Marina también levantó su vaso, sonriendo con tristeza y parpadeando.
Nunca la incluían en sus brindis. Siempre esperaba que la mencionasen, después
de todo, ella lo acompañaba a Juan. Quizá tuviese que ver con el colegio de
varones al que habían ido, con el rugby, vaya a saber… Y, siguiendo un viejo hábito, se convenció de
que no tenía importancia. Camilo y Benítez,
el encargado, también levantaron sus vasos timidamente, sin repetir el brindis.
Benítez parecía preocupado, y Camilo abstraído. Los varones le hicieron bromas a Juan y las
mujeres se reunieron alrededor de Marina.
La noche antes Benítez le había anunciado que Camilo había pedido
permiso para traer a su novia a vivir con él en el campo, descartando su acuerdo,
como en otros casos en ocasiones anteriores. Un dolor agudo le atravesó el corazón, a la
vez que contestó, vacilando:
- Si…., claro… - esbozando una sonrisa que no terminó de definirse.
Entonces, se dijo en
silencio, entendí mal. ¿Cómo podía
ser? El intercambio de miradas, gestos…
No habían llegado a tocarse, pero desde que llegó él sintió en su cuerpo cada
movimiento del joven y le pareció que él también sentía los suyos. Esa sonrisa
irónica con la que contestaba sus preguntas sobre el estado del ganado o lo que
fuese. El movimiento lento con que le entregaba algo, sosteniéndolo aún después
que Juan lo había tomado. Cabía la
posibilidad de que se hubiese equivocado. Sin embargo… un sentimiento de seguridad fue
desalojando a la desazón. No se había
equivocado… no podía haberse equivocado… él que tanto había cuidado no
involucrarse en el pasado en situaciones ambiguas, para no dejarse llevar por sentimientos que
no comprendía bien, esta vez había estado seguro. Si, seguro.
Sonrió relajado:
- Sigamos con los terneros, así después pasamos al asado.
Las marcas estaban al rojo en el fuego que Camilo había atizado mientras
los demás charlaban. Benítez retuvo otra vez al ternero por el cuello en el
cepo. Camilo le tomó la cola
levantándola para despejar el anca. Juan se acercó con el fierro candente. El
joven, por primera vez ese día, lo miró a los ojos desde el fondo oscurísimo de
los suyos. Juan visualizó la idea. Acercándose
despacio, levantó el brazo lentamente
sobre el cuarto trasero de la ternera, deslizándolo a último momento sobre la nalga de Camilo,
quien acababa de cambiar de posición, dándole la espalda.
Alina Tortosa
Pan de Azúcar
Noviembre 2009
Un cuento muy atractivo, con suspenso, interesante. Muestra un gran conocimiento de la autora de esa tarea de campo y el comportamiento, conducta y ligazones familiares de un hombre de campo. Excelente.
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