de La entrevista inédita y otros cuentos
de Alina Tortosa, Nuevo hacer / Grupo Editor Latinoamericano, 1997.
El despido
Los ojos celestes del hombre se
acomodaban mal dentro de las ojeras, su
piel tostada se había teñido de gris, y
le costaba controlar el tono de voz. Cuando los patrones no escuchaban, hablaba a los peones en tono
irascible, haciendo comentarios hirientes. Si ellos escuchaban, cuidaba lo que decía y cómo lo decía. La bronca le hervía en el pecho, sentía que
le subía a la garganta y que la iba a vomitar como un perro rabioso. Tenía que controlarse. Había empezado a mudar sus cosas a la casa
de sus suegros en el pueblo, pero aún le quedaba mucho por hacer. Nunca se imaginó que tendría que dejar la
estancia así, despedido. En ausencia del patrón, se había sentido el
patrón, hasta que la mujer se hizo cargo del campo. El creyó que podía con ella y no la tomó en
serio. ¿Cómo iba a tomar en serio a una
mujer que leía todo el tiempo, y que cuando no estaba leyendo escribía? ¿Qué sabía ella de campo? ¿Y por qué iba él a escuchar lo que le
decía? Acaso entre hombres no se salía
él siempre con la suya. Halaba en tono
brusco o levantaba la voz y todos se achicaban. En el pueblo lo respetaban porque le tenían
miedo. Pensó que ella también se iba a
achicar. Su mujer le había dicho: No te preocupes que ésta se cansa enseguida y
no vuelve. Es muy de ciudad. El le creyó, como le creía todo. Pero la mujer no se cansó, había vuelto una
y otra vez. Se quedaba varios días,
salía a recorrer y hacía preguntas. El
le había contestado cualquier cosa, total... Ella volvía a hacer las mismas preguntas y él no se acordaba lo que le
había dicho antes. Un día vino el
contador del pueblo y le dijo que por razones de economía la señora lo
despedía, razones de economía. No supo
que decir. ¿Se habrían dado cuenta de
lo que había estado haciendo? Pero si
el ingeniero agrónomo y el patrón no le habían dicho nada, cómo podía ¡carajo!
la mujer darse cuenta. La perra le
ladró juguetona esperando la caricia, él levantó el rebenque y la golpeó, una
vez y otra, y otra, descargando su
rabia. El animal aulló. Nadie se acercó a defender la perra. Estaba bien que se la agarrase con ella, así
las cosas quedaban en familia. Al gurí
de los Morales le saltó una lágrima, pero no dijo nada. Ya sabía que con el capataz no había que
meterse, ¿no lo había visto él a su padre agachar la cabeza cuando el hombre le
gritaba?
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