lunes, 1 de julio de 2013

El despido

de La entrevista inédita y otros cuentos de Alina Tortosa, Nuevo hacer / Grupo Editor Latinoamericano, 1997.

El despido

Los ojos celestes del hombre se acomodaban mal dentro de las ojeras, su piel tostada se había teñido de gris, y le costaba controlar el tono de voz. Cuando los patrones no escuchaban, hablaba a los peones en tono irascible, haciendo comentarios hirientes. Si ellos escuchaban, cuidaba lo que decía y cómo lo decía.  La bronca le hervía en el pecho, sentía que le subía a la garganta y que la iba a vomitar como un perro rabioso. Tenía que controlarse. Había empezado a mudar sus cosas a la casa de sus suegros en el pueblo, pero aún le quedaba mucho por hacer. Nunca se imaginó que tendría que dejar la estancia así, despedido.  En ausencia del patrón, se había sentido el patrón, hasta que la mujer se hizo cargo del campo. El creyó que podía con ella y no la tomó en serio. ¿Cómo iba a tomar en serio a una mujer que leía todo el tiempo, y que cuando no estaba leyendo escribía? ¿Qué sabía ella de campo? ¿Y por qué iba él a escuchar lo que le decía? Acaso entre hombres no se salía él siempre con la suya. Halaba en tono brusco o levantaba la voz y todos se achicaban. En el pueblo lo respetaban porque le tenían miedo. Pensó que ella también se iba a achicar. Su mujer le había dicho: No te preocupes que ésta se cansa enseguida y no vuelve. Es muy de ciudad. El le creyó, como le creía todo. Pero la mujer no se cansó, había vuelto una y otra vez. Se quedaba varios días, salía a recorrer y hacía preguntas. El le había contestado cualquier cosa, total... Ella volvía a hacer las mismas preguntas y él no se acordaba lo que le había dicho antes. Un día vino el contador del pueblo y le dijo que por razones de economía la señora lo despedía, razones de economía. No supo que decir. ¿Se habrían dado cuenta de lo que había estado haciendo? Pero si el ingeniero agrónomo y el patrón no le habían dicho nada, cómo podía ¡carajo! la mujer darse cuenta. La perra le ladró juguetona esperando la caricia, él levantó el rebenque y la golpeó, una vez y otra, y otra, descargando su rabia. El animal aulló.  Nadie se acercó a defender la perra. Estaba bien que se la agarrase con ella, así las cosas quedaban en familia. Al gurí de los Morales le saltó una lágrima, pero no dijo nada. Ya sabía que con el capataz no había que meterse, ¿no lo había visto él a su padre agachar la cabeza cuando el hombre le gritaba?

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