La casa
grande
El
viento le volaba el pelo y un sol tímido
de otoño se reflejaba en la lejanía sobre la hierba, y sobre el lomo del
caballo. Los dedos de su mano
izquierda jugaron con las crines del cuello, enredándolas alrededor de sus
dedos, mientras su mano derecha sostenía
las riendas que indicaban al animal los movimientos que esperaba de él. Su
cuerpo acompañaba el movimiento
del caballo, acomodándose a la vez que se mantenía erguida. Vio pasar una mulita. Le ganó la impaciencia y taconeó al caballo
para apurarlo. El animal pasó del paso
al trote, y del trote al galope. Gloria volvió a taconearlo hasta lograr que el galope
fuese parejo. Poncho, que así se
llamaba el caballo, una vez que llegaba a cierta velocidad parecía deslizarse
por el aire. Echó la cabeza hacia atrás
y sonrió. Enfiló hacia el monte de
eucaliptos, disminuyendo la velocidad para entrar al paso. La luz se filtraba en haces desparejos a
través de las copas de los árboles,
creando una atmósfera irreal. Escuchó el canto de las cotorras y las vio
volar por entre las copas. Tironeó las
riendas hacia la izquierda internándose
entre las hileras de eucaliptus, cuidando de no llevarse una rama por
delante. Una vez adentro del monte
perdía el sentido de dirección y no sabía hacia que lado quería ir. Dio vueltas hasta encontrar la salida a la
aguada. Suspiró. Debía volver a la casa. La estaban esperando. Hizo una mueca. La esperaban en la casa grande, y en la otra
también la esperaban. El caballo
tironeaba hacia la aguada. Aflojó las
riendas y lo dejó acercarse. El animal
agachó la cabeza y bebió. Gloria le acarició el cuello mientras el animal bebía
con gusto, dando pequeños pasos dentro
del agua. De pronto dejó de beber y cabeceó
varias veces, señal que entraría en la parte honda.
-
Vamos – le dijo severa, y
acortó las riendas – Eso no.
Bueno sería que te metieses ahora en el agua.
El caballo, a desgano, dio unos pasos hacia atrás. Ella tironeó las riendas hacia la derecha
para volver al camino. Sorteando las
ramas llegaron a la huella que habían dejado y retomaron el camino de las
casas.
II
El hombre había salido a la
galería a esperarla. La vio llegar a
través del campo y desaparecer detrás del cerco de los árboles que rodeaban el
galpón grande y las casas de los empleados, pero no la fue a buscar. Gloria desmontó bajo el alero del galpón y le entregó
el caballo al Gringo. Se pasó la mano por el pelo y sacudió los pies. Había empezado a hacer frío y no se había dado cuenta. Salió hacia la casa grande, dio dos pasos y
cambió de idea. Volvió atrás y se detuvo otra vez. Retomó el camino de la casa grande. Pucha,
pensó, qué complicada me estoy
poniendo. Como si fuese una
criatura.
El hombre seguía de pie en la
galería. Le sonrió cuando ella se
acercó.
-
¿Qué tal ese paseo?
-
Agradable – y sacudió la cabeza, como para desenredar el pelo.
-
¿Tomamos el té? Encendí la
chimenea porque me pareció que había refrescado.
-
Si. Bajó la temperatura. ¿Pudiste trabajar?
-
Algo. He tenido una o dos
ideas nuevas que han complicado un poco
la historia.
Gloria sonrió con tristeza:
-
Las historias son de por sí complicadas.
El la miró con ternura,
intrigado.
-
Se supone que el novelista soy yo, y que vos sos...
-
¿Si? ¿Soy...?
-
Bueno, una mujer práctica,
sensible – sonrió como quien comparte un secreto- si, sensible, pero práctica.
-
¿Entonces?
-
Entonces para vos las historias deberían ser lineales y sencillas.
Gloria rió a carcajadas.
-
¿Y vos sos..., digamos... un
hombre de mundo que lo sabe todo?
-
¡Todo! – contestó riéndo – Por
lo pronto sé que debemos tomar el té, y que te vendría bien sentarte cerca del
fuego porque estás helada.
-
Si. Estoy helada – no se había dado cuenta hasta que punto sentía
frío.
III
El
hombre cebó otro mate, se llevó la bombilla a la boca y la chupó distraído, el líquido caliente y amargo lo reconfortó. Se levantó para echar otro tronco en la
cocina. Mañana va a ver que cortar más leña, se dijo, está
empezando a hacer frío. Cebó otro
mate que tomó despacio, haciéndolo durar.
Su mano izquierda envolvía el mate, mientras que con el pulgar
y el índice de la derecha sostenía la bombilla. Las
tardes se están acortando, ya casi es
de noche. Pensó que ella iba a ir
a verlo antes de volver a la casa grande.
La había estado esperando. Aún
no la había visto a solas desde que habían llegado de la ciudad. El corazón le dolía de ganas de verla a
solas y de estar con ella. Ya hoy no
vendría. Tomaría unos mates más y después saldría a caminar. No toleraba la idea de estar encerrando
esperándola en vano, y menos todavía toleraba
la idea de que Trinidad, con la
excusa de llevarle tortas fritas o un pedazo de bizcochuelo, fuese a visitarlo. Claro, otro se hubiese sentido halagado con
las atenciones de Trini, pero él no. Rubia
de ojos claros, corpulenta,
buenamozona y campechana, deslumbraba
a los peones y a los patrones por igual,
si les hacía ojitos se derretían.
A algunos les había hecho más que
ojitos. Si el marido no se preocupaba,
no era asunto suyo. Cebó el último mate
que tomó de pie en la puerta de la casa, mirando hacia el campo como si
estuviese pensando en el clima. Algún día me voy a ir lejos, y no voy a
volver más. Pero sabía que no era
cierto. No podía irse lejos, siempre iba a estar ahí. Siempre que Gloria fuese lo iba a encontrar
esperándola, y ella siempre volvía. Y
cuando se iba, le hablaba por teléfono o
le escribía. No podía irse.
IV
Antonio
vertió el agua hirviendo en la tetera.
Esperó unos minutos hasta que la infusión se concentrase antes de
servirle una taza a Gloria. El aroma
del té los envolvió. Gloria respiró hondo, disfrutando el
momento. Sentada cerca del fuego dejó
que el cansancio la ganase. Sentía un
amor profundo por esa tierra que había
sido de sus abuelos y de sus padres.
Ahora le tocaba a ella adminístralo.
Después de varios años de problemas con distintos encargados había logrado un cierto equilibrio. Aunque, era justo decirlo, desde que Feliciano había vuelto,
para quedarse según decía, y ella
no lo dudaba, todo se le había hecho más
fácil. Formaban un buen equipo. Había vuelto para quedarse, lo que era una
ventaja, es cierto, pero también una preocupación. Cuando se fue pensó que no lo vería más y un
día se presentó sin aviso, a preguntar si lo necesitaba. Después ella supo que se había enterado por
conocidos comunes de los problemas que había tenido con otros encargados. Volvió para ayudarla. Además, según le confesó no había
encontrado otro lugar en el que se sintiese tan cómodo. Entre ambos habían logrado poner al día “la
estancia”. como decían en el pueblo. El había hecho experiencia en otros
establecimientos, y ella había
adquirido, a través de amigos y alguna que otra lectura, una idea clara del
mercado, y de cuáles eran las prioridades.
Tenía sus ventajas y sus desventajas que Feliciano estuviese
devuelta. Hizo una mueca como si hubiese
tragado algo desagradable ¡Qué
cínica! Verlo a Feliciano era la
diferencia entre... Se dio cuenta que
Antonio la estaba mirando intrigado:
-
Aquí he conocido otra Glorai.
Sos distinta de la Gloria que
conozco en Buenos Aires. Como si
tuvieses otra vida, una vida secreta a
la cual yo no tengo acceso.
-
¿Qué querés decir? -, una sonrisa tímida le marcó los hoyuelos a ambos lados de la boca, dándole un
aire adolescente.
-
Hasta ahora nunca me sentí lejos tuyo, aún cuando recién te conocí,
y aúnque estuvieses entre gente que yo no conocía.
Aquí... te siento misteriosa.
Quizá sea este mundo al cual yo no
pertenezco, y del cual sos parte
desde tu infancia.
Gloria
suspiró:
-
Puede ser... Yo misma, a veces
no entiendo mucho qué me pasa-, mintió.
-
Quizá..., entonces..., quizá no
seas tan práctica como yo creía...
-
Si por práctica querés decir que tengo todo bajo control, claro que
no.
-
Si, creo que es eso lo que
quiero decir. Hasta ahora parecías tan
decidida, ahora también, pero como si
hubiese una parte tuya a la que, –
deteniéndose por parecerle dramático lo que iba a decir -, a la que –repitió -,
no
podré acceder nunca. Me ha
impresionado mucho verte salir a caballo sola. Soy
muy de ciudad, como sabés.
Haciendo
un esfuerzo, Gloria se puso de pie, caminó hasta la chimenea y se apoyó en ella.
Antonio
se sirvió otra taza de té. La miró
formulando una pregunta con los ojos.
-
Si, por favor.
Le
alcanzó a Gloria su taza:
-
Te he descubierto misteriosa y cabizbaja. Y me gusta.- se encogió de hombros - bueno,
qué novedad, todo lo que hacés me gusta.
-
Vos también me gustás mucho.
Aún no sé si todo lo que hacés me
gusta- dijo, arrastrando el todo para enfatizarlo - Eso quizá sea un compromiso a largo plazo
que habrá que rever. Pero si me gusta todo lo que conozco hasta
ahora.
-
A lo mejor, lo que yo supuse que era un gran sentido práctico es una
forma de lucidez.
-
Soy cauta, y me cuesta creer en
la felicidad a largo plazo.
-
La felicidad... bueno, hoy es
estar aquí con vos, y me animo a creer en el futuro.
Gloria apoyó su taza sobre la repisa de la chimenea y
se acercó a Antonio. Le acarició la
frente llevando hacia atrás un mechón de pelo oscuro. El apoyó su taza sobre la mesa baja. Ella introduzco
sus dedos en el pelo de él, como si fuese un peine. Lo besó en la boca con una fuerza que él le
desconocía, pero que agradeció.
V
Jerónimo
y el Gringo golpearon la puerta, como
todas las mañanas. Feliciano los
esperaba con el último
mate, para darles las últimas instrucciones. Ya la tarde antes habían discutido los
trabajos que iban a hacer. Jerónimo iba
a juntar los terneros y llevarlos al tubo a pesar y el Gringo iba a recorrer el
campo para asegurarse que todos los bichos estuviesen bien. Le preocupaba una vaca que parecía que iba a
parir antes de tiempo y había que tener cuidado con las ovejas, que con tanta lluvia como había caído, podían agarrar
pietín.
-
Te acerqué tu caballo. ¿Ensillo
el de la doña?
Una nube
oscura pasó por los ojos de Feliciano.
-
Gracias. No sé si Gloria va a
salir –confesó molesto- pero si, mejor que
lo dejes ensillado. Bueno, muchachos,
andando.
Ambos
salieron apresurados.
-
A veces me parece –dijo el Gringo- que Feliciano se pone de mal humor
cuando viene la patrona.
Jerónimo
tardó en contestarle, y después, con desgano:
- No creo... – no supo muy bien cómo seguir
– No creo - repitió para tranquilizarlo al Gringo.
VI
Gloria
se despertó tarde, poco habitual en ella.
Con los ojos entornados, sonrió perezosa. Antonio le hacía bien, le ayudaba a
relajarse. Lo buscó a su lado y no lo
sintió. Abrió los ojos. No estaba en el cuarto. Se estiró disfrutando del calor de la cama y
del aroma a leña ardiendo. Antonio
debía de haber atizado el fuego durante la noche. Debería levantarse, pero le costaba
hacerlo. Se acurrucó otra vez bajo las
cobijas, cubriéndose hasta la nariz.
Está era su casa profunda, en la que todo lo importante de su vida había pasado. Si se sentía bien con Antonio en esta
casa, era una buena señal. ¿Y Feliciano? Había pensado ir a verlo después del té, para discutir las cuentas, o con la excusa de
discutir las cuentas, pero.... Antonio
la había seducido con el té, con su conversación. Después de todo, para eso lo había invitado,
para ver como se llevaban en el campo.
Esta era una prueba de fuego que otros novios suyos no habían pasado.
Antonio parecía cómodo, y ella también se sentía cómoda. Recordó la vez que había ido con Francisco
Solanas, tan enamorado de ella. La siguió
por todas partes y quería abrazarla delante de todo el mundo, como para que
quedase en claro que era su novio. Su
reacción había sido inmediata.
Rompió con él enseguida. No podía dejarse invadir de esa manera. No podía dejarlo entrar como una topadora en
su mundo de la infancia, su mundo íntimo, casi secreto,
queriendo saberlo todo, juzgarlo
todo. Antonio era distinto, la estudiaba con respeto, con ternura, dejándole los espacios que ella
necesitaba. A lo mejor era así porque
era escritor, y él también necesitaba
espacios para poder reflexionar y escribir.
Lo
encontró a Antonio en la cocina, sentado a la vieja mesa de madera oscura. Escribía en un cuaderno grueso, el cuaderno
de tapas azules que llevaba siempre consigo.
-
El escritor escribiendo.
Levantó
la cabeza y le sonrió una sonrisa amplia y cálida. Sus ojos oscuros la envolvieron Apoyó ambas manos sobre la mesa, como si
quisiera asegurarse que no se levantase del piso. Gloria se acercó, y rozó su cabeza con los
labios. Antonio cerró los ojos y tragó
saliva. Después estiró los brazos y se
desperezó. Gloria dio un paso atrás.
-
¿Tomamos el desayuno?
-
Si. Hace un rato apareció una joven
muy amable, preguntándome si necesitaba
algo. Le dije que no, y cuando agregué
que vos aún dormías salió apuradísima.
Gloria
sonrió:
-
Ordenes estrictas de no molestar hasta que aparezco.
-
De todos modos, antes de irse dejó el café hecho y ese plato cubierto
con una servilleta.
-
Entonces no se fue tan rápido.
-
No. Tenés razón. Seguramente me pareció rápido porque me
distraje escribiendo, ...o pensando.
-
¿En qué pensabas?
-
En mi ex-mujer, y en que uno no sabe muy bien qué quiere o qué
necesita cuando es muy joven.
-
¿Qué creías que necesitabas?
-
Una mujer que estuviese siempre pendiente de mí.
-
¿Y cuando tuviste una mujer siempre pendiente de vos no te gustó?
-
No. Me sentí ahogado.
-
Algo de eso me habías contado.
-
No quiero sentir el peso de
creer que tengo que estar siempre física y espiritualmente disponible. Si bien a veces necesito compartir lo que
estoy escribiendo con alguien, no quiero
tener a alguien a mi lado esperando que termine de escribir cada página. No puedo pensar si alguien está siempre
conmigo.
-
Después del desayuno, te instalás en el escritorio y yo desparezco
hasta la hora del almuerzo. ¿Te parece
bien?
-
Bueno, no lo decía pensando en hoy precisamente, o si,
quizá lo dije, porque siento que quiero escribir después del
desayuno. Hay varias ideas que me rondan
la cabeza.
-
Entonces voy a aprovechar para salir a caballo.
-
¡Caradura!
-
-¿Por qué?
-
Lo ibas a hacer de cualquier manera.
Gloria rió a carcajadas:
-
Es cierto.
VII
Feliciano
la estaba esperando en el galpón. Le
sonrío apenas. El le devolvió una
sonrisa amplia.
-
Están listos los caballos- le anunció,
como si ella no pudiese verlos.
-
Gracias.
-
¿Te acompaño o salís sola?
-
Salgamos juntos –contestó ella.
El sonrió sin mirarla, saboreando las
palabras. No le había dicho que la
acompañe, si no, juntos.
-
Bueno...,- sonrió, sosteniendo el
caballo de Gloria para que ella lo monte. El montó el suyo, y salieron al campo
al paso.
Gloria
sintió que la mañana se le metía adentro, como si el aire, el sol,
el paisaje y ella fuesen lo mismo.
VIII
Cuando
la muchacha entró a limpiar, Antonio se
sentó en la galería. Le resultaba
extraño encontrarse en ese paraje agreste,
y le resultaba todavía más extraño aún cuando Gloria no estaba con
él. Si bien se sentía cómodo en la casa,
todo le era ajeno. Cuando Gloria
estaba en la casa su atención se concentraba en ella , cuando ella salía, la casa se convertía en una historia para ser
leída. Sus ojos se fueron perdiendo en
los cerros que tenía adelante en el horizonte.
Lo cierto es que le gustaba estar ahí, se sentía a gusto y sentía que
podía escribir. Había llevado su notebook
y podía trabajar en el escritorio mientras Gloria salía a caballo o se ocupaba
de las tareas del campo. Ya le había
explicado ella antes de ir, que el campo era su lugar de trabajo.
-
Mis amigos en Buenos Aires piensan que voy al campo a descansar, a
tomar el té mirando volar los pajaritos, o a ver la puesta del sol con un vaso
de vino en la mano, y es cierto que hago esto,
también es cierto que trabajo.
-
¿Qué hacés?- le había
preguntado él, para quien el campo era un misterio.
-
Recorro, miro los
animales, hablo con el encargado sobre
cómo están, sobre los trabajos que han
hecho, sobre los que hay que hacer. Saco
conclusiones., Hago cuentas, pago
cuentas. –y se había largado a reír a carcajadas- Me angustio porque los números
no cierran.
-
¿Entonces, no sos una estanciera riquísima?
-
Sería rica, en plata al contado, digamos, si vendiese el campo.
El la
había estudiado, sacudiendo su cabeza, con una sonrisa cálida y profunda. Le había gustado la idea de descubrir
aspectos de ella que no conocía.
Se dio
cuenta que la mujer estaba de pie
esperando que él la mire.
-
¿Si?
-
¿No se si quiere que le sirva
algo?
La miró
sin comprender.
-
Si quiere le puedo preparar el mate.
Sonrió:
-
No, gracias, no tomo mate.
-
¿Si quiere tomar un café?
Le
pareció que el tono de la mujer se endulzaba a medida que hablaba. Hechó hacia atrás la cabeza y la
estudió. Ella se puso colorada y
pestaneó. Era una mujer joven, rubia,
regordeta. Normalmente no le hubiese
prestado atención, pero su tono...
La mujer confundió su atención, y
se llevó una mano al –
pecho
jugando con los botones de la blusa. El
carraspeó y dijo en un tono seco:
-
No necesito, nada, gracias.
-
Bueno, yo ya terminé. Si
necesita algo me llama. Mi casa está al
lado del galpón.
Le
pareció que arrastraba las palabras como para demorar la despedida. ¡Pucha, que mina insistente!- pensó- y
peligrosa. Ella le sonrió. Sus
ojos celestes despedían destellos.
Parecía decir: Te hacés el serio pero yo no te creo.
El le
devolvió una mirada neutral:
-
Bueno, hasta luego
.
-
Hasta luego, señor.
Se
hace la tonta, pero no debe de tener
un pelo de tonta,
se dijo él
IX
A medida
que recorrían cada potrero, Feliciano le
contaba sobre los animales que veían y ambos comentaban el estado de las pasturas o de las praderas, según el caso, lo que verdeaba y lo que no verdeaba, lo que había semillado o
lo que estaba por semillar, o cuando era
campo natura,l si todavía quedaba pasto o no.
Gloria, mimetizada con el entorno,
había adoptado un tono lento y cadencioso para hablar, respetando los largos silencios del hombre de campo. Desde chica había aprendido que el hablar
apurado de Buenos Aires era demasiado abrupto para el campo, que el paisano se tomaba su tiempo para
formular preguntas y para contestar.
Era inútil apurarse. Las conversaciones se sostenían en un tono
dispar, en el que las respuestas se
hacían esperar, se enmendaban, se repetían y el interlocutor respetaba esos
espacios hasta que le parecía que el
otro había elaborado a fondo su pensamiento.
Al lado
de Feliciano, Gloria no distinguía bien
donde empezaba y donde terminaba ella .
Cada movimiento de él lo sentía
como propio. Su voz de él era como su
propia voz. Habían crecido juntos,
ella en la casa grande y él en la casa del encargado, en la misma que vivía
ahora. La casa grande no había cambiado
mucho, la del encargado había cambiado algo, mucho, en realidad. Había otra atmósfera. Recordaba el aire espeso, la oscuridad, una
cierta tensión que le había causado desasosiego. Pero ella había entrado igual. Aunque no la invitasen. No por nada era la hija del dueño. Ramón, el padre de Feliciano había sido un hombre hosco, que sus abuelos primero y
después sus padres habían apreciado por eficiente. Y eficiente había sido. Pero también había sido violento y
cruel. Tenía al personal en un puño y
nadie chistaba. Todo parecía en
orden. Sus mayores habían apreciado
eso, el creer que todo estaba bien, sin
necesidad de enfrentar lo que no estaba bien.
Y, esa disfunción, esa diferencia
entre lo que parecía y lo que era, la
habían marcado para siempre. El primer
recuerdo de lo de Feliciano era ese día que lo persiguió para quitarle un
gatito que Feliciano había dicho que iba a descuartizar. Entro corriendo en la oscuridad de su casa y
de pronto se dio contra las piernas del padre, enfundadas en las bombachas que
olían a caballo y a campo, que le
preguntaba en un tono áspero adonde iba, un tono muy distinto del que usaba
cuando le hablaba delante de los patrones.
Ella dio un paso atrás y lo miró sin contestarle. El la miraba desde su altura enojado.
-
¿Qué busca usted acá?
Ella no
encontró su voz para contestarle. El
hombre la miró furioso, la presencia de la niñita en su casa le molestaba.
- Vaya a su
casa, m’hijita. –le dijo en tono autoritario.
Volviendo
en sí, balbuceó en su mejor tono de nena amorosa, acostumbrada a seducir a los
mayores:
-
Don Ramón, Feliciano me sacó el
gatito.
El la
miró con odio y le preguntó en un tono burlón:
-
¿Así que te sacó el gatito? ¿Y
para qué te lo habrá sacado?
-
Dice que lo va a descuartizar.
-
Bueno, cosa de varones. Así se
hacen los hombre, m’hijita,
destripando.
A Gloria
se le llenaron los ojos de lágrimas. El hombre se le acercó un poco más, y ella había salido corriendo y llorando a
buscar consuelo.
Al rato apareció Don Ramón en la casa grande con
el gatito en la mano, preguntándole delante de su abuelo en un tono
cariñoso: ¿Este es el gatito que
buscabas? Ella lo había tomado sin
darle las gracias. Su abuelo la retó.
-
Gloria, que antipática. ¿Por qué
no le agradeciste a Ramón que te haya
traído el gato?
Trató de
explicarle lo que había pasado, pero ni
sus palabras de niña pequeña, ni lo que su abuelo conocía de Ramón alcanzaron para que entendiese. Nadie en su casa comprendió lo que había
pasado. Dos cosas le quedaron claras ese
día: que la casa de Feliciano era peligrosa,
y que los mayores a veces no entendían lo que pasaba. Aún recordaba la congoja profunda que este
último descubrimiento le había causado.
-
Gloria! ¿En qué pensás? –le
preguntó Feliciano impaciente.
Ella le
sonrió con dulzura y tristeza:
-
En el gatito.
-
Volvamos, Gloria. Te están
esperando en la casa grande – dijo en un tono quedo, mirándola a los ojos.
Ella le
dedicó su sonrisa profunda, la de los
momentos íntimos y distendidos. La casa grande siempre había puesto límites
en su relación. Las idas y venidas de
Gloria en el campo, a quienes veía y cuando,
habían sido determinados en su infancia por la casa grande.
Como si la casa misma concentrase
en ella la voluntad y el poder de los adultos y ciertos parámetros de conveniencia.
X
Antonio
pasó a la computadora los apuntes que había escrito esa misma mañana temprano
en la cocina. No había llevado un plan
de trabajo, su idea general era
aprovechar la atmósfera del campo para escribir algunos cuentos. Generalmente los lugares mismos le sugerían
cosas en las que no había pensado antes.
Los lugares y la gente, claro.
No sabía bien cuanta gente vivía en el campo. Había visto a dos hombres de lejos y a la
mujer que había ido a limpiar la casa.
Por lo pronto trataría de escribir un cuento que tuviese que ver con la
casa. Le pareció que la casa misma
contaba varias historias. Era cuestión
de sentarse a escribir y ver que pasaba.
Empezó su historia describiendo a una mujer agradable y sensible que
volvía al lugar de su infancia a desentrañar un misterio acompañada por un
hombre que la amaba, o que creía amarla.
Como solía ocurrirle, le llevó un
rato encontrar los nombres adecuados. Fue
armando la historia a partir de la
descripción de la casa y de los estados de ánimo que imaginó en sus
personajes. Gloria lo encontró
pensativo mirando la pantalla de su notebook .
-
Hola.
El la
miró como si no se acordase quien era.
-
Hola.
-
Veo que estás muy concentrado.
Antonio
sacudió la cabeza y sonrió:
-
Como decía Horacio Quiroga, Estoy
en cuento.
-
Bueno, quiere decir que el campo te sienta bien.
Él se
puso de pie y la miró a los ojos:
-
Es muy distinto de lo que imaginaba.
-
¿Y cómo lo imaginabas?
-
Más...bucólico.
-
¿Y no lo es?
-
Si bucólico quiere decir lo que yo creo que quiere decir, no lo es.
-
No es rústico y poético.
-
No.
Gloria
tomó a Antonio de la mano:
-
Vayamos a la cocina a preparar algo
para almorzar y me contás qué es.
-
Vamos.
Atravesaron
el estar y el comedor para llegar a la cocina.
Antonio miraba todo pensando en los personajes de su cuento e imaginándolos.
-
¿Mate?
-
Mate.
La luz
entraba timidamente por las ventanas pequeñas de la cocina, cuyos alfeizares
anchos hacia el exterior, denunciaban
las viejas paredes de piedra. Antonio
se acercó a una de ellas y dejó que su mirada recorriese el campo, que se extendía en ondanadas, quebrándose cada tanto
entre piedras, hasta llegar al cerro que
trepaba hasta el límite con el campo vecino.
Algunos montes de coronillas y de transparentes, y uno que otro canelón
aislado se recortaban sobre la hierba y sobre las piedras. Gloria lo estudió de reojo mientras llenaba la pava eléctrica con agua y la enchufaba.
Parecía abstraído. Seguramente
estaba aún pensando en lo que había estado escribiendo. Puso yerba en el mate pensando que Antonio
vivía una vida coherente, en la que estaba acostumbrado a abstraerse frente a los demás,
o a comentarles lo que pensaba Ella había aprendido muy temprano a
escindir su vida en dos, entre la casa grande y el campo. En el campo, en los galpones y en las casas
de los empleados había transcurrido su infancia secreta, la que no les contaba
a sus padres y abuelos porque no entendían, como no habían entendido lo del
gatito. Y los demás, los del campo,
tampoco entendían la vida de la casa grande, y menos aún su vida de Buenos
Aires. No era cierto que nadie
entendía. Feliciano entendía. Pero él era parte de su vida secreta. Siempre
pensó que le hubiese gustado poder convivir con alguien con quien
pudiese compartir todo y ser siempre ella misma. Cebó el primer mate que tomó ella y le
alcanzó el segundo a Antonio, que seguía de pie frente a la ventana. Antonio lo tomó y se sentó a la vieja mesa
de madera. Apoyó los codos sobre la mesa
y le sonrió:
-
Estoy muy contento de estar acá.
-
Yo estoy contenta de que estés.
Mientras preparo una ensalada me podés contar porque el campo no te
parece bucólico.
Gloria
fue hasta la heladera, la abrió y fue sacando,
dudando entre una cosa y otra, varias verduras y algunas frutas.
-
¿A vos, Gloria, el campo te parece bucólico?
-
No, pero yo sé de campo y vos no.
En general la gente que no sabe,
tiene una visión parcial, cree que
todo es tranquilidad y paz.
Antonio
apoyó el mate sobre la mesa:
- Por algo soy escritor. Mi curiosidad psicoanalítica, o mi
intuición, o..., más modestamente, si preferís –y sonrió cálido- , el tiempo que no le dedico a otras cosas me
permite comprender.... Si me alcanzás
la pava, yo cebo el mate mientras vos preparás la ensalada. Y mientras voy cebando, te contesto.
Antonio recorrió la cocina con la mirada. Bajo una de las ventanas, sobre una de las
viejas mesadas de mármol se veía una hilera de frascos de aceite, vinagre,
salsa inglesa y algunas mermeladas.
En la mesada de enfrente un hilera de recipientes de vidrio dejaban ver
el café, la yerba, el azúcar, el harina,
galletitas saladas. Encima,
sobre la pared una ganchera de hierro de la que
colgaban utensillos de cocina de distintos tamaños: ollas, sartenes,
coladores. En dos repisas de madera,
entre dos ventanas, se veían latas de té
inglés y especies, un pimentero y en un jarro de cerámica gruesa, un ramito de hierbas
frescas. Podía imaginar la vieja cocina
de leña de hierro y bronce encendida en invierno. Aún apagada daba sensación de
calidez. Levantó su brazo derecho e hizo un gesto
circular:
- Tomemos, por ejemplo, esta cocina. Amplia, sólida, luz natural sosegada por la madera vieja de
la mesa y de los estantes y realzada por el mármol –también viejo- y las ollas
pulidas hasta darles brillo. Sin
embargo, hay algo en esta cocina que me preocupa. No sé si tiene que ver con las manchas de
humo sobre la pared de la cocina a leña, o la calidad del silencio que se ha
concentrado acá. Afuera ladran los
perros, a veces se escucha el sonido de
un motor, el mugido de una vaca o de
varias. Esta mañana, mientras la mujer
joven que vino limpiaba, no escuché nada.
Salvo cuando me habló. Y
entonces lo que decía tenía poco que ver con lo que quería decir. Puedo imaginar los olores de la comida
cocinándose cuando vivían tus abuelos y tus padres, pero también puedo darme cuenta que
posiblemente adentro, en el estar y en el
escritorio, esos mismos olores se
disimularan con ramos de flores o de plantas aromáticas. Por lo que he visto de la casa adentro, la gente que vivió en ella debe de haber sido
muy discreta.
Gloria
lo miró con admiración.
-
Todo lo que dijiste es cierto.
¿Pero que tiené que ver que el campo sea bucólico o no con que la gente
sea discreta?
-
Mucho. Hay un tipo de
discreción que... – la miró preocupado por su reacción-, que se emparenta con
la violencia.
Gloria
tragó saliva.
- ¿Cómo
es eso? ¿Qué querés decir?
-
¡Gloria, mi querida, usted sabe lo que quiero decir!
Ella
bajó la vista y tomando una tabla de madera la puso sobre el mármol y empezó a
cortar los tomates en cuartos, con cuidado y metódicamente. El la miró divertído, primero, después,
preocupado. Se puso de pie y se acercó
despacio. Tomó el cuchillo de su mano
derecha y lo apoyó sobre la mesada. La
tomó del mismo brazo para que se diese vuelta. Cuando quedaron frente a frente
la abrazó. El primer impulso de
Gloriafue rechazarlo. Lo empujó con las palmas de las manos. El la abrazó con más fuerza hasta que ella
cedió y apoyó su cabeza sobre el hombro de él.
Poco a poco la fueron ganando los sollozos que nunca había llorado. La sacudieron hasta que perdió conciencia de
donde estaba. El Gringo y Trinidad que
pasaron cerca la escucharon llorar. Se
miraron asustados. Eso nunca había
pasado antes. Nadie había llorado así
en la casa grande. Trini, agitada fue a buscarlo a Feliciano, lo encontró de pie a la puerta de su casa,
con la vista fija en los árboles que escondían la casa grande.
-
Gloria está llorando a gritos, como loca. Tenés que hacer algo.
El la
miró sin comprender lo que le decía.
¿Llorando? ¿Llorando a gritos en la casa grande? No puede ser. En la casa grande no se llora –dijo sin
pensar
en lo que decía-. Se llora en el galpón
o en el potrero.
Están
todos chiflados,
pensó Trini, modulando con cuidado para
que él entendiese:
- Te digo que Gloria está llorando a gritos en
la casa grande.
-
Pués que llore no más, que le va a hacer bien –y con un dejo de
amargura- ¡Ojalá pudiese llorar yo!
Trinidad dio un paso atrás y se alejó asustada. ¿Qué era eso de que los hombres
llorasen? ¡Y tan luego el encargado que
tenía que ser el más valiente! No le contó nada de lo que había hablado con
Feliciano al Gringo. No se lo iba a
creer.
XI
Los
sollozos de Gloria se convirtieron en suspiros profundos, y los suspiros en
agotamiento. Antonio la había llevado a
una silla y le acariciaba el pelo lentamente.
Ella apoyó sus manos sobre la
mesa, extendiendo sus brazos. Sus
facciones se fueron relajando hasta sonreír y volvió a suspirar. Esta vez con
alivio.
-
Es la primera vez que me pasa.
Es la primera vez que alguien llora así en esta casa.
-
O por lo menos, la primera vez que vos sabés que alguien llora así en
esta casa.
-
Puede ser-, dijo en tono de duda-.
En cualquier caso, hacia falta
que alguien lo hiciera para romper la discreción de la que hablaste. Se debe a vos que haya podido llorar. Ni siquiera sabía que necesitaba hacerlo. ¡Qué extraño!
La miró
serio, pensando mucho más que lo que,
por el momento, estaba dispuesto a
decirle. Su cuento
se
estaba armando fuera del texto, ¿o era el texto que había influenciado su posibilidad de hablarle a Gloria como lo
había hecho? El haber estado pensando en una historia, le había
permitido imaginar algo de lo que
debería haber pasado en esa casa. O,
quizá había sido su desconfianza innata
de la gente discreta y bien portada. Era mucho lo que no sabía de Gloria, y mucho
lo que la misma Gloria no sabía de sí misma.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario