de Cuentos burgueses, Colección Escritura de
Hoy / Grupo Editor Latinoamericano, publicado con el nombre de Alina Molinari,
1993.
Guaviyú
- Y si es varón, m'hijita, ¿cómo lo vas a
llamar?
- Guaviyú.
- Y ¿por qué? Es raro este nombre para un gurí
Rosario no contestó. Con la cabeza baja siguió ovillando la lana
que automáticamente la mano derecha
desenvolvía del respaldo de una silla. A veces la ayudaba Laurita, pero la chiquilina se cansaba de estar de
pie con los brazos abiertos sosteniendo la madeja.
- Te ha venido bien que la primera sea mujer y
esté crecidita, así te ayuda. ¿La vas a
mandar a la escuela?
- Sí, abuela, empieza este año en marzo.
- Ahora dicen que las chicas también tienen
que aprender... A vos te gustaba estudiar ¿te acuerdas? y tu tata no quería saber nada. Que aprenda a hacer un buen guiso y a usar la
escoba, decía.
Rosario levantó la cabeza y miró a la vieja
como si no recordase lo que ésta le contaba.
- Y si es niña ¿cómo la vas a llamar?
- Dolores.
- Es un nombre triste. Aunque yo conocí una
Dolores que era loca como una cabra, y de lo más animosa. Se le murió el marido de una fiebre rara y al
año no más ya se había vuelto a casar. ¡Ah! Ahí viene el Gringo a
buscarme. Bueno, me alegro de verte buena
y cuídate. Yo le voy a rezar a la
virgencita para que te vaya bien.
- Gracias, abuela. ¡Laurita! Venga m'hija a saludar a la abuela que se va.
Sus manos conocían el tronco áspero y
rugoso de memoria. La corteza se le metía debajo de las uñas y ella
después, a oscuras, en la cama, se la comía.
- ¡Rosario! ¡¿Dónde se ha metido esta chica?!
- Va a
llover...
- Y la
chica que no vuelve.
Sólo su hermano menor conocía su escondite, y
él no se lo contaba a nadie. Cortinas
espesas de agua rodeaban la copa frondosa del árbol y alguna que otra gota la
salpicaba. Ya apenas si se acordaba de
los de la casa o por qué se había escapado para esconderse. Acurrucada contra el tronco del árbol, estaba
en paz. Ni el tata ni los chicos grandes
podían pegarle, hasta allí no llegaban. De una manera oscura e imprevisible se había convencido de que si lo
hiciesen, el árbol la defendería. Para
eso era fuerte.
Otras veces el guaviyú la protegía del
sol. Las ramas caían casi hasta el suelo
creando un ámbito fresco en su interior.
Solía llevar un libro, de los pocos que tenía, y lo releía absorta como
si fuese la primera vez. Cuando el tata
no la dejó ir más a la escuela fue perdiendo el hábito de los libros. Entonces dejó que el tiempo corriese por sus
manos como el agua del río entre las piedras, y sus ojos que habían sido
luminosos fueron perdiendo brillo, hasta volverse opacos. La piel de su cara, en vez, se volvía sedosa
y sus gestos perdieron esa aspereza de adolescente torpe. Su cuerpo se fue redondeando. Al principio le dio mucha vergüenza. Hasta los amigos de su tata la miraban con
otros ojos.
- ¡Pero mire usted a la Rosario!
- ¡Que vaya sacando la escopeta el viejo!
Y cuando iba al pueblo, los muchachos la
miraban sorprendidos. Algunos le decían
cosas que la hacían poner colorada. Su
madre empezó a prestarle más atención y a tratarla con más cariño. No era que antes no la hubiera querido, no,
pero con tanto chico, y con el marido exigente, a gatas si le alcanzaba el
tiempo para todo lo que tenía que hacer. Pero ahora era como si quisiera acercarse más a ella. Y se fue olvidando un poco de su árbol. Las chicas de las chacras de al lado venían a
buscarla para charlar y hasta un día la invitaron a bailar. Hubo que pedirle permiso al tata. Rosario creyó que le iba a decir que no. Después de todo, ¿no le había impedido ir a la
escuela después del tercer grado?
- ¡Qué va a andar la chica juntándose con
tanto chiquilín guacho que anda por ahí!- había dicho.
Pero el tata se rió cuando fueron a pedirle
permiso, se acarició los bigotes.
- ¿Y qué le parece m'hija, dejamos que la
chica vaya al baile?
Su mujer le sonrió sin contestar. Demasiado bien sabía que ella no decidía
nada. Rosario fue con las otras chicas
al baile en la confitería del pueblo.
Muerta de susto y de nervios, se sentía la más
fea de todas. Hasta entonces no la había
preocupado si era linda o no, recién entonces pareció importarle. Al rato nomás la sacaron a bailar. En silencio trataba de seguir los movimientos
de los jóvenes que tampoco hablaban. Le
pareció que algunos estaban tan nerviosos como ella. Dos semanas después el Turco Suárez, hijo del
encargado del campo de al lado, empezó a festejarla.
Dos años de novios y se casaron. Los ojos de Rosario volvieron a cobrar el
brillo de la primera infancia. Lo quería
mucho al Turco. Alto, rubio, de ojos
celestes como todos los suyos, era lejos el más buenmozo de todos. Tocaba muy bien la guitarra y era buen
payador. Rosario lo escuchaba
encantada. En general, en las reuniones
que se hacían con un motivo u otro, el Turco terminaba siendo siempre el centro
de la atención. Al principio esto le
causaba admiración, poco a poco le fue gustando menos. Las otras mujeres lo miraban mucho y aunque
él parecía no notarlo, a ella le dolía. Daba gusto verlo al Turco, sentado con su guitarra, un mechón rubio
sobre la frente y los ojos celestes chispeantes. ¡Como para no mirarlo!
Nació Laurita y ya Rosario no pudo acompañarlo
al Turco al pueblo como antes. Y si el
Turco se iba a algún concurso a payar, tampoco la llevaba. Se estaba haciendo conocido en la zona y
venían a buscarlo. Los ojos de Rosario
volvieron a apagarse. De su madre había
heredado la resignación callada y un sentido austero del deber. La chiquilina era sana y alegre, pero no
alcanzaba a compensar el alejamiento del marido. Cuando el Turco volvía de sus fiestas,
Rosario lo recibía cariñosa y se desvivía por darle el gusto, pero algo muy
frágil se había roto adentro de ella. El
Turco la sentía suya y ya no esperaba más, estaba contento. Su mundo se ensanchaba más allá de su casa, y
nunca se le ocurrió que a Rosario pudiese importarle. Y de habérselo dicho, él se hubiera
sorprendido. Eran cosas de hombre.
Fue entonces que Rosario se acordó de su
árbol. Un día volvió al lugar caminando
abstraída. Ya estaba esperando su
segundo hijo, que había tardado en llegar.
Se sentó a la sombra del guaviyú y sus manos volvieron a recorrer la
corteza. Es fuerte, pensó. Y se le antojó que el árbol le estaba
transmitiendo la fuerza de la tierra. Fue como si su savia se mezclase con la sangre en sus venas, dándole
ánimo.
- Aguantás las tormentas guaviyú y el sol del
verano, y no te quejás. Yo también
quiero poder aguantar las ausencias del Turco y esperarlo serena. Quiero ser como vos para poder guarecer a los
míos y esperar tranquila su regreso cuando se van.
El resentimiento callado que había ido
acumulando se convirtió en paz. Por eso,
si su hijo era varón, se llamaría Guaviyú:
para que él también tuviese la fuerza del árbol. Pero eso no se lo podía explicar a nadie, y
menos a su abuela.
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