lunes, 1 de julio de 2013

Guaviyú

de Cuentos burgueses, Colección Escritura de Hoy / Grupo Editor Latinoamericano, publicado con el nombre de Alina Molinari, 1993.

Guaviyú


- Y si es varón, m'hijita, ¿cómo lo vas a llamar?

- Guaviyú.

- Y ¿por qué? Es raro este nombre para un gurí

Rosario no contestó. Con la cabeza baja siguió ovillando la lana que automáticamente la mano derecha  desenvolvía del respaldo de una silla. A veces la ayudaba Laurita, pero la chiquilina se cansaba de estar de pie con los brazos abiertos sosteniendo la madeja.

- Te ha venido bien que la primera sea mujer y esté crecidita, así te ayuda. ¿La vas a mandar a la escuela?

- Sí, abuela, empieza este año en marzo.

- Ahora dicen que las chicas también tienen que aprender... A vos te gustaba estudiar ¿te acuerdas?  y tu tata no quería saber nada. Que aprenda a hacer un buen guiso y a usar la escoba, decía.

Rosario levantó la cabeza y miró a la vieja como si no recordase lo que ésta le contaba.

- Y si es niña ¿cómo la vas a llamar?

- Dolores.

- Es un nombre triste. Aunque yo conocí una Dolores que era loca como una cabra, y de lo más animosa.  Se le murió el marido de una fiebre rara y al año no más ya se había vuelto a casar. ¡Ah!  Ahí viene el Gringo a buscarme. Bueno, me alegro de verte buena y cuídate. Yo le voy a rezar a la virgencita para que te vaya bien.

- Gracias, abuela. ¡Laurita! Venga m'hija a saludar a la abuela que se va.

Sus manos conocían el tronco áspero y rugoso  de memoria. La corteza se le metía debajo de las uñas y ella después, a oscuras, en la cama, se la comía.

- ¡Rosario! ¡¿Dónde se ha metido esta chica?!

-  Va a llover...

-  Y la chica que no vuelve.

Sólo su hermano menor conocía su escondite, y él no se lo contaba a nadie. Cortinas espesas de agua rodeaban la copa frondosa del árbol y alguna que otra gota la salpicaba. Ya apenas si se acordaba de los de la casa o por qué se había escapado para esconderse. Acurrucada contra el tronco del árbol, estaba en paz.  Ni el tata ni los chicos grandes podían pegarle, hasta allí no llegaban. De una manera oscura e imprevisible se había convencido de que si lo hiciesen, el árbol la defendería. Para eso era fuerte.

Otras veces el guaviyú la protegía del sol. Las ramas caían casi hasta el suelo creando un ámbito fresco en su interior.  Solía llevar un libro, de los pocos que tenía, y lo releía absorta como si fuese la primera vez.  Cuando el tata no la dejó ir más a la escuela fue perdiendo el hábito de los libros. Entonces dejó que el tiempo corriese por sus manos como el agua del río entre las piedras, y sus ojos que habían sido luminosos fueron perdiendo brillo, hasta volverse opacos. La piel de su cara, en vez, se volvía sedosa y sus gestos perdieron esa aspereza de adolescente torpe. Su cuerpo se fue redondeando. Al principio le dio mucha vergüenza. Hasta los amigos de su tata la miraban con otros ojos. 

- ¡Pero mire usted a la Rosario!

- ¡Que vaya sacando la escopeta el viejo!

Y cuando iba al pueblo, los muchachos la miraban sorprendidos. Algunos le decían cosas que la hacían poner colorada.  Su madre empezó a prestarle más atención y a tratarla con más cariño. No era que antes no la hubiera querido, no, pero con tanto chico, y con el marido exigente, a gatas si le alcanzaba el tiempo para todo lo que tenía que hacer. Pero ahora era como si quisiera acercarse más a ella. Y se fue olvidando un poco de su árbol. Las chicas de las chacras de al lado venían a buscarla para charlar y hasta un día la invitaron a bailar. Hubo que pedirle permiso al tata. Rosario creyó que le iba a decir que no. Después de todo, ¿no le había impedido ir a la escuela después del tercer grado?

- ¡Qué va a andar la chica juntándose con tanto chiquilín guacho que anda por ahí!- había dicho.

Pero el tata se rió cuando fueron a pedirle permiso, se acarició los bigotes.

- ¿Y qué le parece m'hija, dejamos que la chica vaya al baile?

Su mujer le sonrió sin contestar. Demasiado bien sabía que ella no decidía nada. Rosario fue con las otras chicas al baile en la confitería del pueblo. 

Muerta de susto y de nervios, se sentía la más fea de todas. Hasta entonces no la había preocupado si era linda o no, recién entonces pareció importarle. Al rato nomás la sacaron a bailar. En silencio trataba de seguir los movimientos de los jóvenes que tampoco hablaban. Le pareció que algunos estaban tan nerviosos como ella. Dos semanas después el Turco Suárez, hijo del encargado del campo de al lado, empezó a festejarla.

Dos años de novios y se casaron. Los ojos de Rosario volvieron a cobrar el brillo de la primera infancia. Lo quería mucho al Turco. Alto, rubio, de ojos celestes como todos los suyos, era lejos el más buenmozo de todos. Tocaba muy bien la guitarra y era buen payador. Rosario lo escuchaba encantada. En general, en las reuniones que se hacían con un motivo u otro, el Turco terminaba siendo siempre el centro de la atención. Al principio esto le causaba admiración, poco a poco le fue gustando menos. Las otras mujeres lo miraban mucho y aunque él parecía no notarlo, a ella le dolía. Daba gusto verlo al Turco, sentado con su guitarra, un mechón rubio sobre la frente y los ojos celestes chispeantes. ¡Como para no mirarlo!

Nació Laurita y ya Rosario no pudo acompañarlo al Turco al pueblo como antes. Y si el Turco se iba a algún concurso a payar, tampoco la llevaba. Se estaba haciendo conocido en la zona y venían a buscarlo. Los ojos de Rosario volvieron a apagarse. De su madre había heredado la resignación callada y un sentido austero del deber. La chiquilina era sana y alegre, pero no alcanzaba a compensar el alejamiento del marido.  Cuando el Turco volvía de sus fiestas, Rosario lo recibía cariñosa y se desvivía por darle el gusto, pero algo muy frágil se había roto adentro de ella. El Turco la sentía suya y ya no esperaba más, estaba contento. Su mundo se ensanchaba más allá de su casa, y nunca se le ocurrió que a Rosario pudiese importarle. Y de habérselo dicho, él se hubiera sorprendido. Eran cosas de hombre.

Fue entonces que Rosario se acordó de su árbol. Un día volvió al lugar caminando abstraída. Ya estaba esperando su segundo hijo, que había tardado en llegar.  Se sentó a la sombra del guaviyú y sus manos volvieron a recorrer la corteza. Es fuerte, pensó. Y se le antojó que el árbol le estaba transmitiendo la fuerza de la tierra. Fue como si su savia se mezclase con la sangre en sus venas, dándole ánimo. 

- Aguantás las tormentas guaviyú y el sol del verano, y no te quejás. Yo también quiero poder aguantar las ausencias del Turco y esperarlo serena. Quiero ser como vos para poder guarecer a los míos y esperar tranquila su regreso cuando se van.

El resentimiento callado que había ido acumulando se convirtió en paz. Por eso, si su hijo era varón, se llamaría Guaviyú:  para que él también tuviese la fuerza del árbol. Pero eso no se lo podía explicar a nadie, y menos a su abuela.

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