lunes, 1 de julio de 2013

El silencio

de El Jardín de la abuelita Ana,  de Alina Tortosa / Grupo Editor  Latinoamericano / Colección Escritura de Hoy, 1995

El silencio


El silencio del campo, entrecortado por el ladrido de los perros y por el canto de los pájaros, me agobia. Es un silencio espeso que parece sostenerse en  el aire. Con el correr de los días se me ha ido calando en los huesos y en el pensamiento. Hay  momentos en los que me parece que me he quedado sin ideas, otros en los que las ideas las pienso tan lentamente que parecen desprenderse unas de otras y flotar en el espacio.  Se van convirtiendo en pájaros transparentes que aletean a mi alrededor. El sonido de sus alas se confunde con el movimiento del viento en las hojas de los árboles.

Lo he ido tragando a bocanadas, a la vez que lo llevo puesto como una capa espesa que me aísla y me integra a este mundo atonal.

El encargado del campo y los peones ya se han acostumbrado a mi presencia y me saludan hoscamente pero sin rencor. Yo respondo a saludos roncos con una sonrisa que siento tiesa. Al principio tratamos de entablar algún tipo de diálogo. Fue demasiado penoso. Los ojos reconocieron enseguida lo que las voces trataban de desmentir. Fue un alivio para todos cuando dejé de hacer el esfuerzo de parecer interesado en sus vidas.

Salgo a caballo a la mañana temprano, haciendo el recorrido que hacía mi padre, según me explicó el capataz los primeros días. Rara vez me cruzo con la gente que está trabajando desde temprano. He llegado a la conclusión de que me evitan. A mi vuelta tomo unos mates amargos. Los primeros días me acerqué al fogón, para compartir el mate de los peones. También fue un esfuerzo inútil. Los que estaban presente se iban retirando parsimoniosamente. Ahora tomo mis amargos en la cocina de la casa, solo. 

Almuerzo el guiso que me deja preparado María, la mujer del capataz. Ella también prefirió mantener su distancia. La cena la preparo yo. A veces como solo un pedazo de queso de cabra con un vaso de vino tinto y una fruta. Otras hago una carne a la cacerola o una pasta con una salsa ligera. Me gusta cocinar. Es el momento del día en que me siento mas acompañado. Pongo atención en los tiempos de cocción y en los aromas. Creo que el vivir en silencio ha agudizado mi sentido del olfato. Se ha convertido en un deleite y en una desgracia. Puedo reconocer cada potrero por su olor especial, de acuerdo a las pasturas o a los animales. Casi creo que puedo reconocer a los hombres y a las mujeres también por su olor.

Los olores han tomado el lugar de los sonidos. Dentro de la capa de silencio que me cubre siento expandirse mi respiración, la siento fluir graciosamente. Se ha convertido en mi columna vertebral. Y mis ojos se han convertido en una pantalla en la que se superponen las imágenes, unas sobre otras, fuera y dentro de su contexto.

El silencio es la estructura que nos sostiene, y en los bordes de ese silencio aun reverbera el grito de espanto de María, cuando encontró a mi padre colgado del eucalipto frente a la casa. Yo no estaba. Nunca me gustó el campo, por eso no vine a verlo cuando me escribió que le habían diagnosticado un cáncer terminal. Por eso, y porque nunca le pude perdonar su silencio; el largo y prolongado silencio en el que se sumió desde que murió mi madre.


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