de El Jardín de la abuelita Ana, de Alina Tortosa / Grupo Editor Latinoamericano / Colección Escritura de Hoy,
1995
El silencio
El silencio del campo, entrecortado por el
ladrido de los perros y por el canto de los pájaros, me agobia. Es un silencio espeso que parece sostenerse
en el aire. Con el correr de los días se me ha ido
calando en los huesos y en el pensamiento. Hay momentos en los que me parece
que me he quedado sin ideas, otros en los que las ideas las pienso tan
lentamente que parecen desprenderse unas de otras y flotar en el espacio. Se van convirtiendo en pájaros transparentes
que aletean a mi alrededor. El sonido de
sus alas se confunde con el movimiento del viento en las hojas de los árboles.
Lo he ido tragando a bocanadas, a la vez que lo
llevo puesto como una capa espesa que me aísla y me integra a este mundo
atonal.
El encargado del campo y los peones ya se han
acostumbrado a mi presencia y me saludan hoscamente pero sin rencor. Yo respondo a saludos roncos con una sonrisa
que siento tiesa. Al principio tratamos
de entablar algún tipo de diálogo. Fue
demasiado penoso. Los ojos reconocieron
enseguida lo que las voces trataban de desmentir. Fue un alivio para todos cuando dejé de hacer
el esfuerzo de parecer interesado en sus vidas.
Salgo a caballo a la mañana temprano, haciendo
el recorrido que hacía mi padre, según me explicó el capataz los primeros
días. Rara vez me cruzo con la gente que
está trabajando desde temprano. He
llegado a la conclusión de que me evitan. A mi vuelta tomo unos mates amargos. Los primeros días me acerqué al fogón, para compartir el mate de los
peones. También fue un esfuerzo
inútil. Los que estaban presente se iban
retirando parsimoniosamente. Ahora tomo
mis amargos en la cocina de la casa, solo.
Almuerzo el guiso que me deja preparado María,
la mujer del capataz. Ella también
prefirió mantener su distancia. La cena
la preparo yo. A veces como solo un
pedazo de queso de cabra con un vaso de vino tinto y una fruta. Otras hago una carne a la cacerola o una
pasta con una salsa ligera. Me gusta
cocinar. Es el momento del día en que me
siento mas acompañado. Pongo atención en
los tiempos de cocción y en los aromas. Creo que el vivir en silencio ha agudizado mi sentido del olfato. Se ha convertido en un deleite y en una
desgracia. Puedo reconocer cada potrero
por su olor especial, de acuerdo a las pasturas o a los animales. Casi creo que puedo reconocer a los hombres y
a las mujeres también por su olor.
Los olores han tomado el lugar de los
sonidos. Dentro de la capa de silencio
que me cubre siento expandirse mi respiración, la siento fluir
graciosamente. Se ha convertido en mi
columna vertebral. Y mis ojos se han
convertido en una pantalla en la que se superponen las imágenes, unas sobre
otras, fuera y dentro de su contexto.
El silencio es la estructura que nos sostiene,
y en los bordes de ese silencio aun reverbera el grito de espanto de María,
cuando encontró a mi padre colgado del eucalipto frente a la casa. Yo no estaba. Nunca me gustó el campo, por eso no vine a verlo cuando me escribió que
le habían diagnosticado un cáncer terminal. Por eso, y porque nunca le pude perdonar su silencio; el largo y
prolongado silencio en el que se sumió desde que murió mi madre.
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