martes, 2 de julio de 2013

La esquila


de La entrevista inédita y otros cuentos Nuevo hacer, Grupo Editor Latinoamericano, 1997

La esquila

Hacía calor, el aire espeso le quemaba la cara y la humedad le pesaba sobre la barriga  y en las piernas.   Hacia falta que lloviese para  que se quebrase esa pesadez que los había puesto a todos de mal humor.  Sobretodo a Fernando, su marido. Y para colmo había llegado la gente de la esquila.  El día antes Fernando había ido al pueblo a buscar galleta par darles, y había carneado una oveja. Ahí la estaban asando en la parrilla grande. El cocinero que había llegado con ellos cebaba el mate mientras cuidaba el asado. Tomaba solo porque los hombres estaban en el galpón esquilando. Teresa, “la Teresa”, como la llamaba su familia y el resto de la gente, estaba ojerosa de tanto calor, y del peso de su barriga de siete meses. Se le habían empezado a hinchar las piernas y las manos. El médico del hospital le había dicho que no pusiera sal en la comida, pero Fernando no comía nada sin sal, entonces ella comía igual que él. La Teresa hacía sus cosas sin mirar a los hombres, demasiado bien sabía lo que eran esas conversaciones de galpón. Tendrían cuidado cuando creían que Fernando escuchaba, pero después... Eran raros los hombres, raros y malos. ¿Por qué hablaban así de las mujeres como si no importasen? Fernando le había dicho:
-    No vayas al galpón, ya sabés.
Ella tuvo ganas de contestarle: Para eso estás vos, para defenderme. Pero se calló la boca. Era una de las primeras cosas que había aprendido de chica, a callarse. Hablar de más a uno siempre le traía problemas.     Si refrescase... La Teresa no miraba a los hombres pero veía lo que pasaba. Había aprendido a ver sin mirar. Los de esta esquila no eran los mismos del año pasado, algunos habían vuelto, otros no. ¡Que lástima!   Le hubiese gustado verlo otra vez al rubito ese.  Aunque ella estaba tan fea... De noche cuando no podía dormir pensaba en él. Lo veía todavía en el galpón moviéndose con gracia y bailando con el carnero. El pelo largo sostenido en la frente por una vincha y las bombachas sostenidas por una rastra de plata. El torso al aire, bronceado dorado, no negro o blanco leche como el de los demás. Se movía con gracia. Ella lo vio enseguida, él la ojeó también.    
Fernando, como siempre, había corrido de aquí para allá, cuidando de que los peones hiciesen bien las cosas y dándose importancia. Era la primera vez que el patrón no había ido para la zafra y él había quedado a cargo de todo. Se quejó como si le molestase, pero se había puesto ancho, y hasta parecía más alto.    Pero fue el rubito el que acaparó su atención. Era distinto a los demás. No tomaba parte en las conversaciones. Mientras los demás descansaban, después de almorzar, lo vio bailando con el carnero. El carnero lo seguía y le bailaba alrededor. Parecían embrujados. 
A la tardecita del día siguiente fue caminando hasta el arroyo al fondo del campo. Fue sola para poder pensar sin que la distraigan. En la casa siempre podía entrar alguien buscando algo, o entrar a charlar no más. No quería charlar,  quería pensar en lo que había visto. Cuando llegó a la orilla del arroyo vio que el rubito había llegado antes que ella. El le daba la espalda, de a poco se dio vuelta y la miró de reojo. Ella le devolvió la mirada de frente. Entonces él se dio vuelta del todo. Así estuvieron un rato que a ella le pareció largo y corto. No se le ocurrieron palabras para hablar, ni le parecieron necesarias. Sentía el movimiento en el cuerpo antes de hacerlo, sentía el impulso de acercarse a tocar el pecho dorado. Dio un paso, y otro, y estiró el brazo derecho, y con las yemas de los dedos rozó el torso. Sus dedos se dejaron llevar por el impulso y  se fueron extendiendo sobre el pecho del hombre, acariciándolo apenas. Su mano decidía por ella.  El rubito se dejó acariciar, lo sintió temblar bajo su mano, lo vio temblar. El entreabrió la  boca y jadeando la apretó contra la boca de ella y fueron cayendo al borde del arroyo. Aún siente en las manos la carne firme y tensa del hombre y recuerda su sexo entrando entre sus piernas. Ella se arqueó retobada y gimió, las lágrimas le corrieron por las mejillas. El le chupó las lágrimas y le dijo cosas que ella no entendió, salvo al final, cuando se desplomó sobre la hierba.: 
-    Te llevo conmigo.   
Teresa sintió que los latidos de su corazón la hundían en la hierba. Su cabeza y su corazón estallaron,  estaban en todos lados, en los árboles, en el agua, en las vacas que pastaban cerca. El mundo latía y estallaba con ella. Tuvo miedo. La emoción la arrasó y tuvo miedo. El rubito se levantó arreglándose la ropa:
-     Te espero en la última portera. Me voy ya.   
Ella se sentó y lo miró abriendo mucho los ojos para no olvidárselo. De noche, cuando no puede dormir sale afuera y lo imagina en la distancia bailando con el carnero. ¿Por qué no lo siguió? A veces, durante el día, va hasta el borde del arroyo y se sienta sobre la hierba. No puede comprender bien lo que pasó, si puede sentirlo.


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