Arte comprometido argentino 1978 /2004, parte
del catálogo Sobre una Realidad ineludible / Arte y compromiso en la Argentina,
Museo de Extremadura e Iberoamérica de Arte Contemporáneo y Caja de Burgos,
España. Inauguración 26 de Enero, 2005 en el MEIAC.
Arte comprometido argentino 1978/2004
por Alina Tortosa
Escribir sobre el
arte comprometido argentino en el contexto de algunas de las obras que componen
esta muestra implica hacer historia para llegar a las raíces de conductas que
han sido comportamientos recurrentes de las generaciones nacionales
consecutivas, e implica ir más lejos aún en el tiempo para analizar la conducta
de quienes nos colonizaron originalmente.
La estructura psicológica de los individuos que conforman un pueblo se
construye tanto de datos que los
individuos conocen, como de los datos que les atañen, que estos mismos
individuos ignoran. O dicho de otra
manera: los impulsos vitales o letales se transmiten de generación en
generación, y está en cada generación y en cada individuo resolver los
conflictos que generan. La historia
nacional y mundial es rica en ejemplos que ilustran este presupuesto.
Así como son parte de nuestro bagaje genético las líneas de un pensamiento desarrollado, también
lo son las opiniones o prejuicios basadas en presupuestos superficiales.
La violencia en la vida política argentina es la
herencia endógena de nuestra historia americana, hija y meretriz del legado de
una España imperial, que al límite de su propia fuerza política y económica buscó
incorporar nuevos territorios a través de una evangelización religiosa colonizadora.
Y desde y entre nosotros mismos la violencia no surge
directamente de la clase política, o de la clase dirigente, o del pueblo, sino
que estos la incorporan copiando, a
sabiendas o sin saberlo, los métodos de
trabajo y de interrelación laboral en el campo argentino desde los comienzos
rudos y precarios de la explotación ganadera. Fueron los más osados y los más
violentos los que lograron acceder a grandes extensiones de tierra, a
posiciones de fortuna y de poder, por medio de la explotación de los hombres y
del ganado.
Si el arte político no fue un tema ampliamente
reconocido en la Argentina
del siglo XX antes de los años 60, no es porque no se cometieran crímenes contra
los derechos humanos, sino porque no se había producido una toma de conciencia
social profunda y generalizada. De los años 30 escribe Jorge
López Anaya “Solo Berni, Urruchúa, Castagnino, Policastro y
Spilimbergo relacionan la renovación formal con la significación
político-revolucionaria de la obra de arte, orientándose hacia el realismo
crítico”
De la preocupación de Antonio Berni (1905, Rosario-
1981, Buenos Aires), una de las figuras que más influenciaron las generaciones
siguientes, escribe Diana B.Weschler:
“La realidad lo invade, tanto que llega a utilizar la documentación fotográfica
del diario “Crítica” como fuente iconográfica para sus trabajos (Desocupados y
Manifestación de 1934 y para Chacareros de 1936)”.
En la Argentina moderna, los discursos sobre violencia
y política en el arte argentino se articularon y se articulan básicamente desde la izquierda,
poniendo en evidencia las falencias de las clases liberales, neoliberales o
conservadoras. La derecha conservadora
no propone estéticas explícitas, se conformó y se conforma con negar las obras
de corte político social, sea por razones de diferencias conceptuales, estéticas
o “de gusto”.
El
Centro de Artes Visuales del Instituto Di Tella, dirigido por el crítico Jorge
Romero Brest en los años 60, promovió la noción ética que el arte debía de
estar al alcance de todos, en lugar de que la apreciación del mismo fuese una
ocupación elitista de unos pocos iniciados.
Esta premisa política se puede entender como el principio de una vocación
comunitaria de Romero Brest y de algunos artistas comprometidos con distintas
maneras de llegar a un público ajeno hasta entonces al arte. Acciones de Pablo Suárez, Oscar Bony, Roberto
Plate demostraron que las Bellas Artes habían dejado la paleta y el caballete
para crear obras interactivas de hondo contenido social. “En 1963, luego de la
apertura del Centro, con su amplia sala de exposiciones, en la calle Florida
(en el corazón de la ciudad, muy cerca de las galerías de arte y de la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad
de Buenos Aires), se pensaba, como lo señaló Primera Plana, que ‘el
mundo moderno (ahora estaba) al alcance de todos.’ ”
Y es cierto que el Di Tella generó una vida social
atenta y activa alrededor de las exposiciones contemporáneas que se llevaron a
cabo. Gente que no se había interesado mayormente en el devenir contemporáneo
del arte asistía a las inauguraciones predispuesta a ser sorprendida. Este sector del público se interesó en las
nuevas maneras de expresarse ligadas a la acción o “performance”, aceptando
esta violación de los códigos estéticos tradicionales como una forma
inquietante de espectáculo. Aún hoy los espectadores más conservadores de
entonces recuerdan con simpatía esta época.
Pero la triste realidad es que, si bien estas acciones marcaron un hito
importante en la producción de los artistas que las generaron, no llegaron a
modificar en profundidad la percepción de la mayoría de los espectadores, o la
historia del arte argentino y/o político a largo plazo.
Fue durante estos mismos años 60 que el tema de la
información y las comunicaciones referidas a la simultaneidad de acción e
información y a la posible manipulación
de las mismas se introdujo como motor de algunas de las obras más interesantes
dentro del terreno de las artes visuales. “Un ejemplo temprano de esta
vía es la presentación del argentino David Lamelas en la Bienal de Venecia de 1968:
un telescriptor que daba al público, en tiempo real, las noticias que provenían
de Vietnam. Como diría Marcuse, la obra de arte exigía, para constituirse como
tal, un proceso de “estetización de los contenidos”
La deformación de la información fue un fenómeno
constante en la historia general del mundo, es la toma de conciencia de estos
males y la denuncia desde la práctica artística lo que marca este período. A la
vez que la acción como obra, y el ejercicio interdisciplinario de la producción
artística borraron los límites entre las disciplinas visuales acotadas a una
sola técnica.
El estallido político estudiantil del Mayo del 68 en
París desplazó el eje del acto creativo
del taller o la sala de exposición a la calle y al paisaje mismo, como lo
ilustra la coloración del Gran Canal durante la Bienal
de Venecia del mismo año de Nicolás García Uriburu (1937, Buenos Aires). Y abrió el campo a discusiones políticas que
cuestionaron los modelos de educación académica y al valor de la obra objeto.
II
El cierre del Di Tella en 1970 creó un hueco en las
prácticas de arte experimentales en el panorama local de las artes visuales,
este fue cubierto en parte, al principio, y más acabadamente con el correr del
tiempo, por la fundación en 1968 del Centro de Estudios de Arte y Comunicación
(CEAC), que en 1970 se llamó Centro de Arte y Comunicación (CAYC), con sede en Viamonte
452. Este grupo y las actividades que se
gestaron desde el CAYC fueron dirigidas y promovidas por Jorge Glusberg,
empresario y crítico de arte. Esta institución acercó al público local,
iniciados y neófitos, a los pensadores extranjeros más interesantes haciendo
lugar a un intercambio que benefició a todos los que tomaron parte o fueron espectadores y escuchas pasivos de los
eventos que se desarrollaron en su contexto.
Como en casi todas las situaciones en que las
decisiones y la responsabilidad corren por cuenta de una sola persona, las
ventajas que generó el CAYC se vieron contaminadas por las tensiones creadas
por un manejo que exigía una sumisión total a las decisiones tomadas por
Glusberg. Es justo admitir, que muchos artistas, críticos y teóricos
extranjeros y nacionales se plegaban a su voluntad para recoger los
“beneficios” que colaborar con él generaba:
invitaciones pagas para venir a la Argentina a los extranjeros, y posibilidades de viajar al extranjero y de
exponer en un contexto relativamente prestigioso para los argentinos.
Se habla y escribe mucho de la violencia generada por
los gobiernos, y está bien que así sea.
Se escribe y analiza poco la violencia que se generó dentro del mismo
medio de las artes visuales local por figuras
controversiales, y menos aún, se analiza el rol de los que por intereses
inmediatos de supuesto prestigio
aceptaron ser manipulados y mal tratados por estas mismas figuras.
Cabe recordar que durante los años que Jorge Glusberg
fue presidente de la Asociación Argentina de
Críticos de Arte, época previa al correo electrónico, acaparó toda
información recibida por esta Asociación para difundir entre sus socios con el
fin de asistir él a eventos internacionales como único representante del
capítulo local.
III
Cuando pensamos en arte comprometido, ¿pensamos
solamente en el compromiso “político” acotado a situaciones de repudio a los
gobernantes, o lo pensamos en el sentido político más amplio de establecer
vínculos de sostén, soporte y contención comunitarios que incluyen el repudio a
prácticas oficiales y/o privadas violentas o coercitivas?
Son las generaciones que se formaron durante los años
dolorosos del proceso militar que intuyeron el valor de un compromiso
comunitario que incluyese a sus mayores y a sus colegas y competidores
contemporáneos. Antes de 1976 y de los 80, fueron pocos los artistas que
reconocían el valor de aquellos artistas que los precedieron, o el potencial de
los que venían detrás suyo. Fueron los
artistas que se formaron en un aislamiento estético y conceptual, ocasionado
por las restricciones civiles de una dictadura totalitaria durante los
gobiernos de facto de los generales Videla, Gualtieri y Lanusse, quienes comprendieron la necesidad
de informarse y aprender de sus mayores,
en lugar de revelarse contra quienes les habían precedido. La imposibilidad de reunirse de la comunidad
de las artes visuales durante estos años llevó a los artistas entonces jóvenes
a valorar el intercambio con sus maestros y con sus pares, al margen de las
desavenencias de opinión que surgiesen.
Esta nueva mentalidad en el medio de artes visuales
local se vivió a partir de la generación de artistas nacidos a principio de los
60 y fueron ellos los primeros en
rescatar el terreno cubierto por las generaciones anteriores como la única
manera de lograr insertarse en un contexto cultural y profesional regional
propio. Esta actitud corporativa
incluyó la aceptación e inclusión o apropiación en sus trabajos de conceptos y
técnicas usadas por sus predecesores, acompañando, sin saberlo en primera
instancia, un cambio de conciencia dentro de la historia del arte contemporáneo
occidental.
Una vuelta de tuerca importante en este cambio se debió también a
“el apoyo económico a la cultura en la España posfranquista y en México (que) en
los años ochenta articuló un cambio en el polo de atracción que habían ejercido
Europa y los Estados Unidos sobre los artistas argentinos. El movimiento de
peregrinación laboral hacia estos dos países reforzó la reflexión en la propia
lengua y otra mirada”.
Las actitudes oficiales de ese momento de España, de Mexico y de
Cuba –no olvidemos la buena formación profesional que recibieron varias
generaciones de artistas cubanos- contrastaron con otra
actitud “política”, que podemos calificar de
violenta, y que no ha sido discutida abiertamente como parte de nuestra
historia del arte contemporáneo. A
menudo los curadores y directores de espacios de arte europeos o
estadounidenses han forzado la representación del arte latinoamericano en
general, y argentino en particular –dado de que es de éste que trata este
artículo- eligiendo mostrar obra con criterios sociales y políticos que trazan
un círculo alrededor de la obra, limitando su trascendencia y significado a
cuestiones básicas de protesta y de supervivencia, más que a un proceso
creativo en el que el artista tiene en cuenta su entorno, incluye los datos
culturales de este en un sentido amplio, y produce una obra que los refleja en
contenido pero que trasciende lo anecdótico para ser una obra de arte
contemporánea que se sostiene por si misma, sin bastones políticos.
Si bien estos criterios extranjeros han promovido la
obra de algunos artistas, también es cierto que los mismos han quedado pegados
a un arte de protesta que los ubica fuera de una corriente contemporánea
internacional o “mainstream”.
Es un tema apasionante esta división de aguas entre
los intereses del mundo del arte europeo y de los Estados Unidos frente a
nuestra producción artística y a nuestros intereses. Esta división separa el proceso creativo
genuino de un artista local, desde una búsqueda individual dentro de un
universo contemporáneo, del proceso que se articula desde la necesidad de diseñar algo que sea
reconocido desde el extranjero como una obra de interés regional, en la que el
pintoresquismo ya no pasa por el paisaje o las costumbres vernáculas, sino por
una declamación política explícita sobre los males económicos y sociales que
sufrimos, como si la corrupción, la violencia política y económica, la tortura
y los procesos de violación a los derechos humanos fuesen patrimonio exclusivo
de la América Latina.
IV
La obra clave del arte comprometido argentino anterior
a 1976, de León Ferrari (1920, Buenos
Aires), presentada en el Premio Di Tella en 1965, es ineludible a la hora de
hacer historia sobre este tema. El autor representó en forma sintética y
concreta un análisis lúcido de una política colonialista dramática y
destructora mediante el montaje “de un Cristo de santería sobre la réplica de
un avión norteamericano FH 107 que se utilizaba en ese momento en la guerra de
Vietnam, reunido todo bajo el título de “La
civilización occidental y cristiana”,
el lema que actuaba como justificativo
de la fuerza invasora en el territorio asiático”, escribe Andrea Giunta.. Si cambiamos el avión por otro modelo de
avión, o por otro medio de locomoción u otra arma, bien podrías ser un símbolo
de la intervención en Irak de los
Estados Unidos y Gran Bretaña, con el apoyo de España durante el gobierno de
Aznar después del 11 de septiembre del 2001.
A través de los siglos las fuerzas políticas y
militares occidentales han insistido en la salvación del resto del mundo, aún
del occidental, por medio de la violencia y la toma de posesión de territorios
que les eran adversos o extranjeros en nombre de “la civilización occidental y
cristiana”.
Un caso reciente, de trascendencia mediática y
diplomática, tuvo lugar en la Ciudad de Córdoba, en la provincia del mismo
nombre, Argentina, en octubre de este mismo año, 2004, “A 512 años de la colonización de América por
parte de España, el cónsul de ese país en Córdoba, Pablo Sánchez Terán, reabrió
en forma dramática las heridas de los pueblos originarios. ‘Mucho peor
estaríais o estaríamos bajo las civilizaciones incaicas, aztecas, mapuches,
sioux, apaches, que han sido idealizadas por historiadores y antropólogos,
cuando es bien conocida su división de castas y su carácter imperialista y
sanguinario’, dijo Sánchez Terán, reivindicando una conquista que se hizo a
sangre y fuego”.
Obviamente, esta declaración provocó una polémica intensa que tuvo
reverberaciones profundas en distintos ámbitos sociales y políticos nacionales
y extranjeros.
El
arte argentino comprometido políticamente no se refiere solamente a los excesos
de los gobernantes locales, toma en cuenta e ilustra amargamente también los
excesos de los países occidentales colonialistas. Los comentarios de Sánchez Terán refuerzan
los que sabemos de la historia de la América Latina, que la
violencia física y psicológica ejercida por nuestros gobiernos de facto es la
herencia de esa España de vocación
imperial y de la Iglesia Católica, mil veces disimulada por
prerrogativas pseudo jurídicas o éticas, arropadas en un cristianismo
especulador y castrador, o en políticas civiles que respondían a intereses
ajenos al bien común.
V
López Anaya escribe sobre la segunda mitad del siglo XX: “Las
ramificaciones que se advierten en las expresiones del arte político señalan la existencia de dos épocas
escindidas: 1965-1969 y 1970-1998”. La
diferencia entre la primera época y la segunda, la que nos atañe, es que los
artistas en los 60 pensaron su obra como una posición política combativa “ligados
al espíritu del anti-arte, que no tenía ninguna pretensión de perdurabilidad”.
Un ejemplo sería “La familia Obrera” de Oscar Bony , en las “Experiencias 1968” en la que el padre
obrero, ubicado con su mujer y su hijo en dos tarimas escalonadas, cobraba por
esta performance pasiva la misma cantidad de dinero que ganaba como matricero. Dentro de este contexto Roberto Jacoby,
Margarita Paksa y otros actuaron acciones más ligadas a una cierta filosofía de
vida referidas a lo social y a lo político en un sentido amplio, que a la
necesidad de registrar situaciones extremas de riesgo y de supervivencia.
En los 70, y sobretodo después del golpe militar de 1976, artistas
como Juan Carlos Distéfano (1933, Buenos Aires), Norberto Gómez (1941, Buenos
Aires) y Diana Dowek (1942, Buenos Aires)
trabajaron llevados por la necesidad de plasmar y de elaborar la
angustia y desesperación que vivieron frente a las situaciones crueles que sufrieron
muchos de sus allegados y frente a los riesgos que ellos mismos corrían.
Las esculturas de Distéfano en resina poliéster ilustran el
malestar profundo y la sensaciones de
encierro y claustrofobia sufridos por muchos argentinos durante el proceso
militar.
Gómez pasó de instalaciones geométricas de piso y de pared en
blanco y negro, a objetos en cartón que parafraseaban los instrumentos de
tortura usados en los centros de detención del gobierno, y a esculturas,
también en poliéster, que representaban entrañas y huesos humanos, estructuras
despojadas de la carne que las debería cubrir. Fue su manera, en primera
instancia privada y secreta, de describir el dolor profundo, insoslayable, ante
una realidad atroz sobre la que no podía actuar directamente.
Diana Dowek pintó paisajes en los que alambrados aludían a los
centros de detención, y una serie de espejos retrovisores de automóviles que
reflejan tangencialmente situaciones de detención y violencia que podían llegar
a pasar desapercibidas para la mayoría de la población.
Un capítulo aparte dentro de este contexto merece la obra de
Victor Grippo (1936, Junín provincia de Buenos Aires – 2001, Buenos Aires),
dado que su compromiso fue político en un sentido social amplio, ligado a la supervivencia
a través del trabajo manual, ejercido como un ritual cuyos gestos se traducen
en sublimaciones poéticas, adquiriendo en el proceso un sentido sacramental.
Sus instalaciones ilustran y rescatan el valor de la elaboración de alimentos
básicos como el pan y el significado histórico y telúrico de la papa como
alimento americano y transmisor de energía (Analogía, 1971). En “Vida-Muerte-Resurrección” de 1980 pone
en práctica sus conocimientos de física y química, probando el valor genético generativo de la
naturaleza a través de porotos húmedos encerrados en formas geométricas de
plomo. Estos elementos vegetales germinaron
y crecieron hasta forzar la rigidez de los módulos. Con esta obra Grippo demostró que el potencial
de la vida en proceso está muy por encima de los límites físicos que se le
impongan. Y ésta es quizá la lección más
importante y armónica que recibimos de esta generación.
VI
La evolución de los artistas que iniciaron sus carreras en los
1980 se desarrolló, para la mayoría, dentro de condiciones materiales y
técnicas precarias. Esta desventaja aparente, si bien definió mucha obra
bastarda, incentivó en los de más talento la creatividad y el gusto por la
economía, tanto en lo material como en lo gestual, como quedó demostrado este
año en la Bienal de San Pablo, con la obras de Jorge Macchi (1963, Buenos
Aires) y de Pablo Siquier (1961, Buenos Aires).
Macchi, seleccionado por Alfons Hug, curador de la Bienal, mostró en video una
escena tomada desde una cierta altura (desde un puente) de automóviles en una carretera urbana en el momento en que las
luces de transito marcaban el cambio de marcha. Las líneas que definen los
carriles de la carretera y los autos que se muestran funcionan como una
partitura musical proyectados desde una pantalla pequeña. El tamaño de la pantalla y la sutileza de la
propuesta diferenciaban automáticamente la propuesta de Macchi de producciones
de otras nacionalidades proyectadas desde pantallas mucho más grandes. Siquier,
quien fue el envío nacional curado por Marcelo
Pacheco, dibujó en carbonilla estructuras geométricas,
referidas a la arquitectura, sobre dos paredes enfrentadas en la sala amplia que
le fue destinada. Ambas obras realzaron
estas cualidades de economía y de armonía interna de la mejor obra argentina. Una tercera obra, mucho más ambiciosa, fue
presentada por Leandro Erlich (1973, Buenos Aires) –también invitado por Hug.
Esta tercera obra, que pudimos disfrutar el día de la inauguración, presenta
varias puertas macizas instaladas sobre la misma pared. El visitante que se
acerca a esta instalación escucha el sonido contundente de estas puertas cuando
se cierran, después que alguien las haya abierto y haya transpuesto el umbral. El no saber qué pasa del otro lado de las
puertas que se cierran tan drásticamente crea una atmósfera interesante. El interés decayó cuando una de las puertas
dejó de funcionar al día siguiente, y entiendo que llevó varios días ajustar el
desperfecto. Erlich se formó profesionalmente en los Estados Unidos, lo que lo
ha impulsado a llevar a cabo producciones técnicamente complejas, normalmente
eficientes. Esta pequeña historia de
nuestros representantes en esta última Bienal de San Pablo, pone en evidencia
los baches conceptuales profundos entre alguien formado en la Argentina, y alguien
formado en los países de lo que se llama el primer mundo.
En los 80 fue el hacer mismo y la aceptación de nuestra identidad
regional lo que mejor define el perfil de los artistas que comenzaron a
trabajar en ese momento. Así como el
proceso militar marcó un antes y un después tajantes en nuestras vidas, la
guerra de las Malvinas también fue un acontecimiento esencial que marcó y
modificó nuestra concepción de quiénes éramos
y del lugar que ocupábamos en el mundo. “Si algunos porteños se sentían
europeos antes del conflicto bélico del Atlántico Sur, los acontecimientos
demostraron que para el resto del mundo somos argentinos y latinoamericanos”.
Los artistas mayores que habían encontrado maneras de desarticular
los presupuestos burgueses y sociales de una sociedad que les resultaba
agresiva, siguieron trabajando en la misma línea, como Luis Felipe Noé (1933,
Buenos Aires) y León Ferrari y
otros.
VII
Los años 90 tuvieron distintas definiciones. Ya no era necesario que el arte fuese
dramático, prejuicio ético y estético que marcó generaciones anteriores. Los artistas más jóvenes se permitieron
pensar sus trabajos en sintonías diferentes, se aceptó que la obra de arte podía
ser decorativa, conceptual, precaria o formal, y hasta superflua.
Liliana Maresca (1951-1994, Buenos
Aires) marcó la década anterior y los primeros años de los 90 desde un
compromiso entrañable con la vida, generador de influencias expansivas y de obras
colectivas que integraban el arte a la vida. Su muerte temprana de Sida, de la
que se cumplen diez años, fue sufrida y acompañada intensamente por los
artistas que la rodearon y el principio de una toma de conciencia sobre los
efectos de este mal.
En lo que fue en principio un pasillo del Centro Cultural Ricardo Rojas
de la Universidad
de Buenos Aires, Gumier Maier, un artista que se inauguraba como curador, creó
un espacio que hizo historia. Conciente de que no era necesario repetir lo que
estaban haciendo otros, Gumier Maier eligió
mostrar obra de artistas desconocidos, supuestamente decorativos, y obra de
artistas explícitamente homosexuales. El
“Rojas” se convirtió para muchos en el símbolo del arte “light” y homosexual,
si bien se mostró un porcentaje mayor de obra de artistas heterosexuales. Dentro de este contexto, el compromiso del
curador y de los artistas fue con la posibilidad y la capacidad de asumir la
propia identidad y las tendencias sexuales y estéticas dentro de un centro comunitario
abierto al público.
La contrapartida de esta obra alegre y celebratoria fue la de los artistas
que analizaron desde un planteo estético las sombras trágicas de nuestra
historia reciente, y, en algunos casos, sobre la propia experiencia sufrida en
cautiverio o en el exilio. Cristina Piffer (1953, Buenos Aires) y Paula Luttringer (1955, La Plata) en técnicas
distintas retomaron el tema de la violencia en la historia argentina. Ambas comprendieron la influencia que
nuestra cultura ganadera había tenido en la formación de nuestros instintos y
de las formas de interrelación entre unos y otros, seamos pares, subordinados,
o tengamos autoridad sobre los demás.
Luttringer pasó 5 meses detenida en un CCD (Centro Clandestino de
Detención) en 1977, mientras cursaba sus estudios de Botánica en el Museo de
Ciencias Naturales de la
UNLP. Tuvo su primera hija durante este período. De su percepción del entorno en el que estuvo
secuestrada surgió su serie fotográfica sobre El Matadero, en alusión a la narración
de Esteban Echeverría, publicada en 1840.
Jorge López Anaya elige un
párrafo de este mismo relato como encabezamiento de su ensayo “Alegorías de la
violencia”: “La figura más prominente de
cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos,
cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre”.
Ambas artistas intuyeron la cuota de erotismo que se cuela en
estas costumbres de las faenas relacionadas con el ganado entre los hombres
mismos y entre los hombres y los animales. Así como se cuela una cuota de
erotismo entre el torturador y sus torturados.
Entre los ejemplos de arte decorativo y las instancias de
reflexiones dramáticas se instala sensible y sutil la obra de Jorge Macchi,
quien alude a cuestiones sociales y políticas profundas desde una economía de
elementos que se traduce en obras extremadamente elegantes.
VIII
Los artistas elegidos por Javier
Marroquí y David Arlandis presentan una visión del arte
comprometido actual argentino conformando un panorama rico en intenciones y en
estéticas. El compromiso o los
compromisos se plantean y establecen desde distintas perspectivas. Las líneas de pensamiento surgen de lo social
y de lo político, cruzándose e interrelacionándose en distintas técnicas y disciplinas que
van desde estructuras concretas a la obra conceptual despojada y
desde lo artesanal a lo técnico. Son
artistas formados entre la erudición y el subdesarrollo, entre la carencia
material y la riqueza intelectual de vetas creativas exacerbadas, justamente,
por esta falta recurrente de medios materiales.
Desde fines de los 1990 a principios de los 2000 son varias las
agrupaciones de artistas que surgieron en distintos puntos del país como
soporte material y teórico de ellos mismos, extendiendo sus esfuerzos hacía otros
lugares de la república y hacia los más necesitados. Trama, la organización
fundada por Claudia Fontes, funciona como un centro nómade teórico para brindar
formación y conocimientos de mercado y de autogestión. Los encuentros de El Basilisco, organizados
por Tamara Stuby y Esteban Alvarez
en la sede central de la Alianza
Francesa de Buenos Aires crearon un foro fundamental de temas que no se habían
discutido antes en público relacionados a la crítica de arte, la curaduría, el
quehacer artístico y la misma crisis
económica. La cátedra de arte de Carlota Beltrame en la Universidad de Tucumán abrió
nuevas líneas de pensamiento presentando una visión contemporánea de la práctica artística al
alumnado cuya formación había estado, hasta entonces, limitada por estructuras
académicas anticuadas. Casa 13, fundada en 1993 por Belkys
Scolamieri y Aníbal Buede funciona como un centro de
investigación interactivo desde el quehacer mismo. Estas acciones de Fontes,
Stuby, Alvarez, Beltrame, Scolamieri y Buede se leen claramente como compromisos
comunitarios dentro del marco de las artes visuales que van más allá del hecho
meramente estético individual o colectivo para pasar a la acción reparadora que
hace lugar al acto creativo sostenido por un soporte teórico y práctico
analítico.
En diciembre del 2001 se pone dolorosamente en evidencia en la
Argentina una crisis económica y política devastadora que terminó de corroer
las ya mermadas condiciones materiales de vida.
Ese año sucumbieron los patrocinios particulares y del estado y los
artistas se vieron librados a sus propias iniciativas. La reacción fue inmediata. De esta necesidad material extrema surgió el
Proyecto Venus, creado por Roberto Jacoby con el apoyo de Gustavo Bruzzone, una organización que promueve el
intercambio de servicios entre los socios, tanto de orden material como
intelectual o académico.
En varias provincias se abrieron espacios de arte
coordenados por artistas para mostrar obra de otros artistas. Estos espacios no contaron con apoyo
económico externo. Diría que la austeridad que define la mejor obra de arte
argentina define también nuestras gestiones culturales más interesantes.
El arte contemporáneo argentino comprometido y los
artistas que lo ejercen han redefinido las fronteras de nuestro sentido de
pertenencia. Las fronteras que nos unen o separan ya no son geográficas o políticas en un sentido
estrecho, sino éticas y políticas en el sentido original del término. Nuestra lealtad y compromiso dibujan el mapa
del territorio que ocupan, habitan y fertilizan aquellos en quienes creemos y
en quienes confiamos.
“El sentido de
la identidad argentina desde Buenos Aires”, por Alina Tortosa, Revista “Contrastes”, España, 2000.
“El sentido de la identidad argentina desde Buenos Aires”, por Alina Tortosa, Revista
“Contrastes”, España, 2000.