lunes, 1 de julio de 2013

La casa grande

La casa grande

El viento le volaba el  pelo y un sol tímido de otoño se reflejaba en la lejanía sobre la hierba, y sobre el lomo del caballo.     Los dedos de su mano izquierda jugaron con las crines del cuello, enredándolas alrededor de sus dedos, mientras su  mano derecha sostenía las riendas que indicaban al animal los movimientos que esperaba de él.  Su  cuerpo  acompañaba el movimiento del caballo,  acomodándose  a la vez que se mantenía erguida.       Vio pasar una mulita.    Le ganó la impaciencia y taconeó al caballo para apurarlo.   El animal pasó del paso al trote,  y del trote al galope.   Gloria  volvió a taconearlo hasta lograr que el galope fuese parejo.   Poncho, que así se llamaba el caballo, una vez que llegaba a cierta velocidad parecía deslizarse por el aire.   Echó la cabeza hacia atrás y sonrió.  Enfiló hacia el monte de eucaliptos, disminuyendo la velocidad para entrar al paso.     La luz se filtraba en haces desparejos a través de las copas de los árboles,  creando una  atmósfera irreal.    Escuchó el canto de las cotorras y las vio volar por entre las copas.   Tironeó las riendas hacia la izquierda  internándose entre las hileras de eucaliptus, cuidando de no llevarse una rama por delante.   Una vez adentro del monte perdía el sentido de dirección y no sabía hacia que lado quería ir.    Dio vueltas hasta encontrar la salida a la aguada.  Suspiró.   Debía volver a la casa.  La estaban esperando.   Hizo una mueca.   La esperaban en la casa grande, y en la otra también la esperaban.    El caballo tironeaba hacia la aguada.    Aflojó las riendas y lo dejó acercarse.    El animal agachó la cabeza y bebió.    Gloria  le acarició el cuello mientras el animal bebía con gusto,  dando pequeños pasos dentro del agua.   De pronto dejó de beber y cabeceó varias veces, señal que entraría en la parte honda.

-          Vamos – le dijo severa, y  acortó las riendas – Eso no.  Bueno sería que te metieses ahora en el agua.

El caballo,  a desgano, dio unos pasos hacia atrás.  Ella tironeó las riendas hacia la derecha para volver al camino.   Sorteando las ramas llegaron a la huella que habían dejado y retomaron el camino de las casas.   


II
El hombre había salido a la galería a esperarla.   La vio llegar a través del campo y desaparecer detrás del cerco de los árboles que rodeaban el galpón grande y las casas de los empleados, pero no la fue a buscar.  Gloria  desmontó bajo el alero del galpón y le entregó el caballo al Gringo.    Se  pasó la mano por el pelo y sacudió los pies.  Había empezado a hacer  frío y no se había dado cuenta.    Salió hacia la casa grande, dio dos pasos y cambió de idea.  Volvió atrás y  se detuvo otra vez.   Retomó el camino de la casa grande.  Pucha, pensó, qué complicada me estoy poniendo.  Como si fuese una criatura.   

El hombre seguía de pie en la galería.  Le sonrió cuando ella se acercó.  

-          ¿Qué tal ese paseo?

-          Agradable – y sacudió la cabeza, como para desenredar el pelo.

-          ¿Tomamos el té?   Encendí la chimenea porque me pareció que había refrescado.

-          Si.  Bajó  la temperatura.   ¿Pudiste trabajar?

-          Algo.   He tenido una o dos ideas nuevas que  han complicado un poco la historia.

Gloria sonrió con tristeza:

-          Las historias son de por sí complicadas.
El la miró con ternura, intrigado. 

-          Se supone que el novelista soy yo, y que vos sos...

-          ¿Si?   ¿Soy...?

-          Bueno,  una mujer práctica, sensible – sonrió como quien comparte un secreto- si, sensible, pero práctica.

-          ¿Entonces?

-          Entonces para vos las historias deberían ser lineales y sencillas.

Gloria  rió a carcajadas. 

-          ¿Y vos sos..., digamos...  un hombre de mundo que lo sabe todo?

-          ¡Todo! –  contestó riéndo – Por lo pronto sé que debemos tomar el té, y que te vendría bien sentarte cerca del fuego  porque  estás helada.

-          Si. Estoy helada – no se había dado cuenta hasta que punto sentía frío.


III
El hombre  cebó otro mate,  se llevó la bombilla a la boca y  la chupó distraído,  el líquido caliente y  amargo lo reconfortó.     Se levantó para echar otro tronco en la cocina.    Mañana va a ver que cortar más leña,  se dijo, está empezando a hacer frío.   Cebó otro mate que tomó despacio, haciéndolo durar.   Su  mano izquierda  envolvía el mate, mientras que con el pulgar y el índice de la derecha sostenía la bombilla.    Las tardes se están acortando, ya casi es de noche.    Pensó que ella iba a ir a verlo antes de volver a la casa grande.  La había estado esperando.   Aún no la había visto a solas desde que habían llegado de la ciudad.   El corazón le dolía de ganas de verla a solas y de estar con ella.   Ya hoy no vendría.    Tomaría unos  mates más y después saldría a caminar.  No toleraba la idea de estar encerrando esperándola en vano, y menos todavía toleraba  la idea de que  Trinidad, con la excusa de llevarle tortas fritas o un pedazo de bizcochuelo,   fuese a visitarlo.   Claro, otro se hubiese sentido halagado con las atenciones de Trini, pero él no.   Rubia de ojos claros, corpulenta,  buenamozona  y campechana, deslumbraba a los peones y a los patrones por igual,  si les hacía ojitos se derretían.   A algunos les había hecho más que ojitos.  Si el marido no se preocupaba, no era asunto suyo.   Cebó el último mate que tomó de pie en la puerta de la casa, mirando hacia el campo como si estuviese pensando en el clima.   Algún día me voy a ir lejos, y no voy a volver más.  Pero sabía que no era cierto.  No podía irse lejos,  siempre iba a estar ahí.   Siempre que Gloria fuese lo iba a encontrar esperándola, y ella siempre volvía.   Y cuando se iba,  le hablaba por teléfono o le escribía.   No podía irse.


IV
Antonio vertió el agua hirviendo en la tetera.  Esperó unos minutos hasta que la infusión se concentrase antes de servirle una taza a Gloria.   El aroma del té  los envolvió.    Gloria respiró hondo, disfrutando el momento.    Sentada cerca del fuego dejó que el cansancio la ganase.  Sentía un amor profundo por esa tierra  que había sido de sus abuelos y de sus padres.  Ahora le tocaba a ella adminístralo.  Después de varios años de problemas con distintos encargados  había logrado un cierto equilibrio.   Aunque, era justo decirlo,  desde que Feliciano  había vuelto,  para quedarse según decía,  y ella no lo dudaba,  todo se le había hecho más fácil.   Formaban un buen equipo.   Había vuelto para quedarse, lo que era una ventaja, es cierto, pero también una preocupación.   Cuando se fue pensó que no lo vería más y un día se presentó sin aviso, a preguntar si lo necesitaba.    Después ella supo que se había enterado por conocidos comunes de los problemas que había tenido  con otros encargados.  Volvió para ayudarla.    Además, según le confesó no había encontrado otro lugar en el que se sintiese tan cómodo.   Entre ambos habían logrado poner al día “la estancia”.  como decían en el pueblo.   El había hecho experiencia en otros establecimientos,  y ella había adquirido, a través de amigos y alguna que otra lectura, una idea clara del mercado, y de cuáles eran las prioridades.    Tenía sus ventajas y sus desventajas que Feliciano estuviese devuelta.  Hizo una mueca como si hubiese tragado algo desagradable  ¡Qué cínica!  Verlo a Feliciano era la diferencia entre...  Se dio cuenta que Antonio la estaba mirando intrigado:

-          Aquí he conocido otra Glorai.   Sos distinta de la Gloria  que conozco en Buenos Aires.   Como si tuvieses otra vida,  una vida secreta a la cual yo no tengo acceso.

-          ¿Qué querés decir? -, una sonrisa tímida le marcó los  hoyuelos a ambos lados de la boca, dándole un aire adolescente.

-          Hasta ahora nunca me sentí lejos tuyo, aún cuando recién te conocí, y  aúnque estuvieses  entre gente que yo  no conocía.   Aquí... te siento misteriosa.   Quizá sea este mundo al cual yo no  pertenezco,  y del cual sos parte desde tu infancia.

Gloria suspiró:

-          Puede ser...  Yo misma, a veces no entiendo mucho qué me pasa-, mintió.

-          Quizá...,  entonces..., quizá no seas tan práctica como yo creía...

-          Si por práctica querés decir que tengo todo bajo control, claro que no.

-          Si, creo que  es eso lo que quiero decir.  Hasta ahora parecías tan decidida,  ahora también, pero como si hubiese una parte tuya  a la que, – deteniéndose por parecerle dramático lo que iba a decir -, a la que –repitió -,  no  podré acceder nunca.   Me ha impresionado mucho verte salir a caballo sola.    Soy  muy de ciudad,   como sabés.

Haciendo un esfuerzo, Gloria se puso de pie, caminó hasta la chimenea y se apoyó en ella.  
Antonio se sirvió otra taza de té.  La miró formulando una pregunta con los ojos.

-          Si, por favor.

Le alcanzó a Gloria su taza:

-          Te he descubierto misteriosa y cabizbaja.   Y me gusta.- se encogió de hombros -  bueno,  qué novedad, todo lo que hacés me gusta.

-          Vos también me gustás mucho.  Aún no sé si todo lo que hacés  me gusta- dijo, arrastrando el todo para enfatizarlo -  Eso quizá sea un compromiso a largo plazo que  habrá que rever.  Pero si me gusta todo lo que conozco hasta ahora. 
-          A lo mejor, lo que yo supuse que era un gran sentido práctico es una forma de lucidez.

-          Soy cauta, y  me cuesta creer en la felicidad a largo plazo.

-          La felicidad... bueno,  hoy es estar aquí con vos, y me animo a creer en el futuro.

Gloria  apoyó su taza sobre la repisa de la chimenea y se acercó a Antonio.   Le acarició la frente llevando hacia atrás un mechón de pelo oscuro.   El apoyó su taza sobre la mesa baja.  Ella  introduzco sus dedos en el pelo de él, como si fuese un peine.  Lo besó en la boca con una fuerza que él le desconocía,  pero que agradeció.


V
Jerónimo y el Gringo golpearon la  puerta, como todas las mañanas.  Feliciano los esperaba con el último
mate,  para darles las últimas instrucciones.  Ya la tarde antes habían discutido los trabajos que iban a hacer.  Jerónimo iba a juntar los terneros y llevarlos al tubo a pesar y el Gringo iba a recorrer el campo para asegurarse que todos los bichos estuviesen bien.  Le preocupaba una vaca que parecía que iba a parir antes de tiempo y había que tener cuidado con las ovejas, que con  tanta lluvia como había caído, podían agarrar pietín.

-          Te acerqué tu caballo.  ¿Ensillo el de la doña?

Una nube oscura pasó por los ojos de Feliciano.

-          Gracias.  No sé si Gloria va a salir –confesó molesto- pero si,  mejor que lo dejes ensillado.  Bueno, muchachos, andando.

Ambos salieron apresurados. 

-          A veces me parece –dijo el Gringo- que Feliciano se pone de mal humor cuando viene la patrona.

Jerónimo tardó en contestarle, y después, con desgano:

-    No creo... – no supo muy bien cómo seguir –  No creo  - repitió para tranquilizarlo al Gringo.


VI
Gloria se despertó tarde, poco habitual en ella.    Con los ojos entornados, sonrió perezosa.   Antonio le hacía bien, le ayudaba a relajarse.   Lo buscó a su lado y no lo sintió.  Abrió los ojos.    No estaba en el cuarto.   Se estiró disfrutando del calor de la cama y del aroma a leña ardiendo.   Antonio debía de haber atizado el fuego durante la noche.   Debería levantarse, pero le costaba hacerlo.   Se acurrucó otra vez bajo las cobijas, cubriéndose hasta la nariz.   Está era su casa profunda, en la que todo  lo importante de su vida había pasado.  Si se sentía bien con Antonio en esta casa,  era una buena señal.  ¿Y Feliciano?    Había pensado ir a verlo después del té,  para discutir las cuentas, o con la excusa de discutir las cuentas, pero....  Antonio la había seducido con el té, con su conversación.   Después de todo, para eso lo había invitado, para ver como se llevaban en el campo.  Esta era una prueba de fuego que otros novios suyos no habían  pasado.  Antonio parecía cómodo, y ella también se sentía cómoda.    Recordó la vez que había ido con Francisco Solanas, tan enamorado de ella.    La siguió por todas partes y quería abrazarla delante de todo el mundo, como para que quedase en claro que era su novio.  Su reacción había sido inmediata.   Rompió  con él enseguida.  No podía dejarse invadir de esa manera.   No podía dejarlo entrar como una topadora en su mundo de la infancia,  su  mundo íntimo,  casi secreto,  queriendo saberlo todo,  juzgarlo todo.   Antonio era distinto,  la estudiaba con respeto, con ternura,  dejándole los espacios que ella necesitaba.   A lo mejor era así porque era escritor,   y él también necesitaba espacios para poder reflexionar y escribir.

Lo encontró a Antonio en la cocina, sentado a la vieja mesa de madera oscura.  Escribía en un cuaderno grueso, el cuaderno de tapas azules que llevaba siempre consigo.

-          El escritor escribiendo.

Levantó la cabeza y le sonrió una sonrisa amplia y cálida.    Sus ojos oscuros la envolvieron   Apoyó ambas manos sobre la mesa, como si quisiera asegurarse que no se levantase del piso.   Gloria se acercó, y rozó su cabeza con los labios.    Antonio cerró los ojos y tragó saliva.   Después estiró los brazos y se desperezó.   Gloria dio un paso atrás.

-          ¿Tomamos el desayuno?

-          Si.   Hace un rato apareció una joven muy amable,  preguntándome si necesitaba algo.  Le dije que no, y cuando agregué que vos aún dormías salió apuradísima.

Gloria sonrió:

-          Ordenes estrictas de no molestar hasta que aparezco.

-          De todos modos, antes de irse dejó el café hecho y ese plato cubierto con una servilleta.

-          Entonces no se fue tan rápido.

-          No.  Tenés razón.  Seguramente me pareció rápido porque me distraje escribiendo,  ...o  pensando.

-          ¿En qué pensabas?

-          En mi ex-mujer, y en que uno no sabe muy bien qué quiere o qué necesita cuando es muy joven.

-           ¿Qué creías que necesitabas?

-          Una mujer que estuviese siempre pendiente de mí.

-          ¿Y cuando tuviste una mujer siempre pendiente de vos no te gustó?

-          No.  Me sentí ahogado.

-          Algo de eso me habías contado.  

-           No quiero sentir el peso de creer que tengo que estar siempre física y espiritualmente disponible.  Si bien a veces necesito compartir lo que estoy escribiendo con alguien,  no quiero tener a alguien a mi lado esperando que termine de escribir cada página.  No puedo pensar si alguien está siempre conmigo.
-          Después del desayuno, te instalás en el escritorio y yo desparezco hasta la hora del almuerzo.  ¿Te parece bien?

-          Bueno, no lo decía pensando en hoy precisamente, o  si,  quizá lo dije, porque siento que quiero escribir después del desayuno.  Hay varias ideas que me rondan la cabeza.

-          Entonces voy a aprovechar para salir a caballo.

-          ¡Caradura!

-          -¿Por qué?

-          Lo ibas a hacer de cualquier manera.

Gloria  rió a carcajadas:

-          Es cierto.


VII  
Feliciano la estaba esperando en el galpón.   Le sonrío apenas.   El le devolvió una sonrisa amplia.

-          Están listos los caballos- le anunció,  como si ella no pudiese verlos.

-          Gracias.

-          ¿Te acompaño o salís sola?

-          Salgamos juntos –contestó ella.

El  sonrió sin mirarla, saboreando las palabras.  No le había dicho que la acompañe, si no,  juntos.  

-          Bueno...,- sonrió, sosteniendo el  caballo de Gloria para que ella lo monte.   El montó el suyo, y salieron al campo al  paso.

Gloria sintió que la mañana se le metía adentro, como si el aire,  el sol,  el paisaje y ella fuesen lo mismo.


VIII
Cuando la muchacha entró a limpiar,  Antonio se sentó en la galería.  Le resultaba extraño encontrarse en ese paraje agreste,  y le resultaba todavía más extraño aún cuando Gloria no estaba con él.  Si bien se sentía cómodo en la casa, todo le era ajeno.    Cuando Gloria estaba en la casa su atención se concentraba en ella ,  cuando ella salía,  la casa se convertía en una historia para ser leída.    Sus ojos se fueron perdiendo en los cerros que tenía adelante en el horizonte.   Lo cierto es que le gustaba estar ahí, se sentía a gusto y sentía que podía escribir.   Había llevado su notebook y podía trabajar en el escritorio mientras Gloria salía a caballo o se ocupaba de las tareas del campo.  Ya le había explicado ella antes de ir, que el campo era su lugar de trabajo. 
-          Mis amigos en Buenos Aires piensan que voy al campo a descansar, a tomar el té mirando volar los pajaritos, o a ver la puesta del sol con un vaso de vino en la  mano,  y es cierto que  hago esto,  también es cierto que trabajo.

-          ¿Qué hacés?-  le había preguntado él, para quien el campo era un misterio.

-          Recorro,  miro los animales,  hablo con el encargado sobre cómo están,  sobre los trabajos que han hecho, sobre los que hay que hacer.  Saco conclusiones.,   Hago cuentas, pago cuentas. –y se había largado a reír a carcajadas-  Me angustio porque los  números  no cierran.

-          ¿Entonces, no sos una estanciera riquísima?

-          Sería rica, en plata al contado, digamos, si vendiese el campo.

El la había estudiado, sacudiendo su cabeza, con una sonrisa cálida y profunda.    Le había gustado la idea de descubrir aspectos de ella que no conocía.

Se dio cuenta que la mujer estaba  de pie esperando que él la mire.

-          ¿Si?

-          ¿No se si  quiere que le sirva algo?

La miró sin comprender.

-          Si quiere le puedo preparar el mate.

Sonrió:

-          No, gracias, no tomo mate.

-          ¿Si quiere tomar un café?

Le pareció que el tono de la mujer se endulzaba a medida que hablaba.  Hechó hacia atrás la cabeza y la estudió.   Ella se puso colorada y pestaneó.   Era una mujer joven, rubia, regordeta.  Normalmente no le hubiese prestado atención, pero su tono...    La  mujer confundió su atención, y se llevó una mano  al –
pecho jugando con los botones de la blusa.  El carraspeó y dijo en un tono seco:

-          No necesito, nada, gracias.

-          Bueno, yo ya terminé.  Si necesita algo me llama.  Mi casa está al lado del galpón.

Le pareció que arrastraba las palabras como para demorar la despedida.  ¡Pucha, que mina insistente!- pensó- y peligrosa.   Ella le sonrió.  Sus  ojos celestes despedían destellos.   Parecía decir: Te hacés el serio pero yo no te creo.
El le devolvió una mirada neutral:

-          Bueno, hasta luego
.
-          Hasta luego, señor.

Se hace la tonta,    pero no debe de tener un pelo de tonta, se dijo él


IX
A medida que recorrían cada potrero,  Feliciano le contaba sobre los animales que veían y ambos comentaban el estado de las  pasturas o de las praderas, según el caso,  lo que verdeaba y  lo que no verdeaba, lo que había semillado o lo que estaba por semillar,  o cuando era campo natura,l si todavía quedaba pasto o no.  Gloria, mimetizada con el entorno,   había adoptado un tono lento y cadencioso  para hablar, respetando los  largos silencios del hombre de campo.   Desde chica había aprendido que el hablar apurado de Buenos Aires era demasiado abrupto para el campo,  que el paisano se tomaba su tiempo para formular preguntas y para contestar.    Era inútil  apurarse.   Las conversaciones se sostenían en un tono dispar,  en el que las respuestas se hacían esperar, se enmendaban, se repetían y el interlocutor respetaba esos espacios hasta que le parecía que  el otro había elaborado a fondo su pensamiento.

Al lado de Feliciano,  Gloria no distinguía bien donde empezaba y donde terminaba ella .   Cada  movimiento de él lo sentía como propio.   Su voz de él era como su propia voz.    Habían crecido juntos, ella en la casa grande y él en la casa del encargado, en la misma que vivía ahora.  La casa grande no había cambiado mucho, la del encargado había cambiado algo, mucho, en realidad.  Había otra atmósfera.  Recordaba el aire espeso, la oscuridad, una cierta tensión que le había causado desasosiego.  Pero ella había entrado igual.  Aunque no la invitasen.  No por nada era la hija del dueño.  Ramón, el padre de Feliciano había sido un  hombre hosco, que sus abuelos primero y después sus padres habían apreciado por eficiente.  Y eficiente había sido.  Pero también había sido violento y cruel.   Tenía al personal en un puño y nadie chistaba.  Todo parecía en orden.  Sus mayores habían apreciado eso,  el creer que todo estaba bien, sin necesidad de enfrentar lo que no estaba bien.  Y, esa disfunción,  esa diferencia entre lo que parecía y lo que era,  la habían marcado para siempre.   El primer recuerdo de lo de Feliciano era ese día que lo persiguió para quitarle un gatito que Feliciano había dicho que iba a descuartizar.   Entro corriendo en la oscuridad de su casa y de pronto se dio contra las piernas del padre, enfundadas en las bombachas que olían a caballo y a campo,  que le preguntaba en un tono áspero adonde iba, un tono muy distinto del que usaba cuando le hablaba delante de los patrones.  Ella dio un paso atrás y lo miró sin contestarle.   El la miraba desde su altura enojado.

-          ¿Qué busca usted acá?

Ella no encontró su voz para contestarle.  El hombre la miró furioso, la presencia de la niñita en su casa le molestaba.  

-    Vaya a su  casa, m’hijita. –le dijo en tono autoritario.

Volviendo en sí, balbuceó en su mejor tono de nena amorosa,  acostumbrada a seducir a los
mayores:

-          Don Ramón,  Feliciano me sacó el gatito.

El la miró con odio y le preguntó en un tono burlón:

-          ¿Así que te sacó el gatito?  ¿Y para qué te lo habrá sacado?

-            Dice que lo va a descuartizar.

-          Bueno, cosa de varones.   Así se hacen los hombre, m’hijita,  destripando. 

A Gloria se le llenaron los ojos de lágrimas.  El  hombre se le acercó un poco más,  y ella había salido corriendo y llorando a buscar consuelo.

Al  rato apareció Don Ramón en la casa grande con el gatito en la mano, preguntándole delante de su abuelo en un tono cariñoso:  ¿Este es el gatito que buscabas?    Ella lo había tomado sin darle las gracias.  Su abuelo la retó.

-          Gloria, que antipática.  ¿Por qué no le agradeciste  a Ramón que te haya traído el gato?

Trató de explicarle lo que había pasado,  pero ni sus palabras de niña pequeña, ni lo que su abuelo conocía de Ramón  alcanzaron para que entendiese.  Nadie en su casa comprendió lo que había pasado.  Dos cosas le quedaron claras ese día: que la casa de Feliciano era peligrosa,  y que los mayores a veces no entendían lo que pasaba.    Aún recordaba la congoja profunda que este último descubrimiento le había causado.

-          Gloria!  ¿En qué pensás? –le preguntó Feliciano impaciente.

Ella le sonrió con dulzura y tristeza:

-          En el gatito.

-          Volvamos, Gloria.  Te están esperando en la casa grande – dijo en un tono quedo, mirándola a los ojos.

Ella le dedicó su sonrisa profunda,  la de los momentos íntimos  y distendidos.   La casa grande siempre había puesto límites en su relación.   Las idas y venidas de Gloria en el campo, a quienes veía y cuando,  habían sido determinados en su infancia por la  casa grande.     Como si la casa misma concentrase en ella la voluntad y el poder de los adultos y ciertos  parámetros de conveniencia.


X
Antonio pasó a la computadora los apuntes que había escrito esa misma mañana temprano en la cocina.  No había llevado un plan de trabajo, su  idea general era aprovechar la atmósfera del campo para escribir algunos cuentos.   Generalmente los lugares mismos le sugerían cosas en las que no había pensado antes.  Los lugares y la gente, claro.   No sabía bien cuanta gente vivía en el campo.  Había visto a dos hombres de lejos y a la mujer que había ido a limpiar la casa.  Por lo pronto trataría de escribir un cuento que tuviese que ver con la casa.   Le pareció que la casa misma contaba varias historias.   Era cuestión de sentarse a escribir y ver que pasaba.   Empezó su historia describiendo a una mujer agradable y sensible que volvía al lugar de su infancia a desentrañar un misterio acompañada por un hombre que la amaba, o que creía amarla.   Como solía ocurrirle,  le llevó un rato encontrar los nombres adecuados.   Fue armando la historia a  partir de la descripción de la casa y de los estados de ánimo que imaginó en sus personajes.   Gloria lo encontró pensativo mirando la pantalla de su notebook .

-          Hola.

El la miró como si no se acordase quien era.
-          Hola.

-          Veo que estás muy concentrado.

Antonio sacudió la cabeza y sonrió:

-          Como decía Horacio Quiroga,  Estoy en cuento.

-          Bueno, quiere decir que el campo te sienta bien.

Él se puso  de pie y la miró a los ojos:

-          Es muy distinto de lo que imaginaba.

-          ¿Y cómo lo imaginabas?

-          Más...bucólico.

-          ¿Y no lo es?

-          Si bucólico quiere decir lo que yo creo que quiere decir, no lo es.

-          No es rústico y poético.

-          No.

Gloria tomó a Antonio de la mano:

-          Vayamos a la cocina a preparar algo  para almorzar y me contás qué es. 

-          Vamos.

Atravesaron el estar y el comedor para llegar a la cocina.  Antonio miraba todo pensando en los personajes de su cuento e  imaginándolos.  

-          ¿Mate?

-           Mate.

La luz entraba timidamente por las ventanas pequeñas de la cocina, cuyos alfeizares anchos hacia el exterior,  denunciaban las viejas paredes de piedra.    Antonio se acercó a una de ellas y dejó que su mirada recorriese  el campo, que se  extendía en ondanadas, quebrándose cada tanto entre piedras,  hasta llegar al cerro que trepaba hasta el límite con el campo vecino.    Algunos montes de coronillas y de transparentes, y uno que otro canelón aislado se recortaban sobre la hierba y sobre las piedras.   Gloria  lo estudió de reojo mientras llenaba la pava  eléctrica con agua y  la enchufaba.  Parecía abstraído.   Seguramente estaba aún pensando en lo que había estado escribiendo.   Puso yerba en el mate pensando que Antonio vivía una vida coherente, en la que estaba  acostumbrado a abstraerse frente a los demás, o a comentarles lo  que pensaba    Ella había aprendido muy temprano a escindir su vida en dos, entre la casa grande y el campo.  En el campo, en los galpones y en las casas de los empleados había transcurrido su infancia secreta, la que no les contaba a sus padres y abuelos porque no entendían, como no habían entendido lo del gatito.  Y los demás, los del campo, tampoco entendían la vida de la casa grande, y menos aún su vida de Buenos Aires.  No era cierto que nadie entendía.   Feliciano entendía.   Pero él era parte de su vida secreta.   Siempre  pensó que le hubiese gustado poder convivir con alguien con quien pudiese compartir todo y ser siempre ella misma.   Cebó el primer mate que tomó ella y le alcanzó el segundo a Antonio, que seguía de pie frente a la ventana.   Antonio lo tomó y se sentó a la vieja mesa de madera.  Apoyó los codos sobre la mesa y le sonrió:
-          Estoy muy contento de estar acá.

-          Yo estoy contenta de que estés.  Mientras preparo una ensalada me podés contar porque el campo no te parece bucólico.

Gloria fue hasta la heladera, la abrió y fue sacando,  dudando entre una cosa y otra, varias verduras y algunas frutas. 

-          ¿A vos, Gloria, el campo te parece bucólico?

-          No, pero yo sé de campo y vos no.  En general la gente que no sabe,  tiene una visión parcial, cree que  todo es tranquilidad y paz.

Antonio apoyó el mate sobre la mesa:

-     Por algo soy escritor.   Mi curiosidad psicoanalítica, o mi intuición, o..., más modestamente, si preferís –y sonrió cálido- ,  el tiempo que no le dedico a otras cosas me permite comprender....    Si me alcanzás la pava, yo cebo el mate mientras vos preparás la ensalada.   Y mientras voy cebando, te contesto.

Antonio  recorrió la cocina con la mirada.   Bajo una de las ventanas, sobre una de las viejas mesadas de mármol se veía una hilera de frascos de aceite, vinagre, salsa inglesa y algunas mermeladas.     En la mesada de enfrente un hilera de recipientes de vidrio dejaban ver el café, la yerba, el azúcar, el harina,  galletitas saladas.   Encima, sobre la pared una ganchera de hierro de la que  colgaban utensillos de cocina de distintos tamaños: ollas, sartenes, coladores.   En dos repisas de madera, entre dos ventanas,  se veían latas de té inglés y especies, un pimentero y en un jarro de cerámica gruesa, un ramito de hierbas frescas.  Podía imaginar la vieja cocina de leña de hierro y bronce encendida en invierno.  Aún apagada daba sensación de
calidez.    Levantó su brazo derecho e hizo un gesto circular:

-  Tomemos, por ejemplo,  esta cocina.    Amplia, sólida,  luz natural sosegada por la madera vieja de la mesa y de los estantes y realzada por el mármol –también viejo- y las ollas pulidas hasta darles brillo.    Sin embargo, hay algo en esta cocina que me preocupa.   No sé si tiene que ver con las manchas de humo sobre la pared de la cocina a leña, o la calidad del silencio que se ha concentrado acá.   Afuera ladran los perros,  a veces se escucha el sonido de un motor,  el mugido de una vaca o de varias.   Esta mañana, mientras la mujer joven que vino limpiaba, no escuché nada.  Salvo cuando me habló.   Y entonces lo que decía tenía poco que ver con lo que quería decir.  Puedo imaginar los olores de la comida cocinándose cuando vivían tus abuelos y tus padres,  pero también puedo darme cuenta que posiblemente adentro,  en el estar y en el escritorio,  esos mismos olores se disimularan con ramos de flores o de plantas aromáticas.   Por lo que he visto de la casa adentro,  la gente que vivió en ella debe de haber sido muy  discreta.

Gloria lo miró con admiración.
-          Todo lo que dijiste es cierto.  ¿Pero que tiené que ver que el campo sea bucólico o no con que la gente sea discreta?

-          Mucho.   Hay un tipo de discreción que... – la miró preocupado por su reacción-, que se emparenta con la violencia.

Gloria tragó saliva.   

-    ¿Cómo  es eso?   ¿Qué querés decir?

-          ¡Gloria, mi querida, usted sabe lo que quiero decir!

Ella bajó la vista y tomando una tabla de madera la puso sobre el mármol y empezó a cortar los tomates en cuartos, con cuidado y metódicamente.     El la miró divertído, primero, después, preocupado.  Se puso de pie y se acercó despacio.   Tomó el cuchillo de su mano derecha y lo apoyó sobre la mesada.  La tomó del mismo brazo para que se diese vuelta. Cuando quedaron frente a frente la abrazó.  El primer impulso de Gloriafue  rechazarlo.  Lo empujó con las palmas de las manos.  El la abrazó con más fuerza hasta que ella cedió y apoyó su cabeza sobre el hombro de él.  Poco a poco la fueron ganando los sollozos que nunca había llorado.  La sacudieron hasta que perdió conciencia de donde estaba.   El Gringo y Trinidad que pasaron cerca la escucharon llorar.   Se miraron asustados.   Eso nunca había pasado antes.    Nadie había llorado así en la casa grande.  Trini, agitada  fue a buscarlo a Feliciano,  lo encontró de pie a la puerta de su casa, con la vista fija en los árboles que escondían la casa grande. 

-          Gloria está llorando a gritos, como loca.  Tenés que hacer algo.

El la miró  sin comprender lo que le decía.

¿Llorando?  ¿Llorando a gritos en la casa grande?   No puede ser.  En la casa grande no se llora –dijo sin
pensar en lo que decía-.  Se llora en el galpón o en el potrero.

Están todos chiflados, pensó Trini, modulando  con cuidado para que él entendiese:

-   Te digo que Gloria está llorando a gritos en la casa grande.

-          Pués que llore no más, que le va a hacer bien –y con un dejo de amargura- ¡Ojalá pudiese llorar yo! 

Trinidad  dio un paso atrás y se alejó asustada.   ¿Qué era eso de que los hombres llorasen?  ¡Y tan luego el encargado que tenía que ser el más valiente!    No le contó nada de lo que había hablado con Feliciano al Gringo.  No se lo iba a creer.


XI
Los sollozos de Gloria se convirtieron en suspiros profundos, y los suspiros en agotamiento.  Antonio la había llevado a una silla y le acariciaba el pelo lentamente.  Ella  apoyó sus manos sobre la mesa, extendiendo sus brazos.  Sus facciones se fueron relajando hasta sonreír y volvió a suspirar. Esta vez con alivio.  

-          Es la primera vez que me pasa.   Es la primera vez que alguien llora así en esta casa.

-          O por lo menos, la primera vez que vos sabés que alguien llora así en esta casa.

-          Puede ser-, dijo en tono de duda-.  En cualquier caso,  hacia falta que alguien lo hiciera para romper la discreción de la que hablaste.  Se debe a vos que haya podido llorar.   Ni siquiera sabía que  necesitaba hacerlo.  ¡Qué extraño!

La miró serio,  pensando mucho más que lo que, por el momento, estaba dispuesto a  decirle.   Su cuento
se estaba armando fuera del texto, ¿o era el texto que había influenciado su  posibilidad de hablarle a Gloria como lo había hecho?  El haber estado  pensando en una historia,  le había  permitido  imaginar algo de lo que debería haber pasado en esa casa.   O, quizá  había sido su desconfianza innata de la gente discreta y  bien portada.  Era mucho lo que no sabía de Gloria, y mucho lo que la misma Gloria no sabía de sí misma. 

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