Publicado en "Lugares" / editorial digital El Narratorio / Varios autores - Octubre 25, 2017
Au plus profond, ma connaissance de moi
même est obscure, intérieure, informulée,
secrète comme une complicité. 1
No lo imaginé. Fui llegando sin darme cuenta que iba. Lo conocía como un lugar más, no lo había visto como lo que realmente sería: mi lugar en el mundo.
Se llega por una ruta nacional, poco transitada durante la mayor parte del año, a un camino vecinal de tierra ondulado en curvas, subidas y bajadas que lleva a la portera de entrada de El Rincón.
Quienes me visitan por primera vez pueden sentirse deslumbrados por el paisaje o desalentados por el aislamiento físico geográfico. Entrando, a la izquierda un cerro sube intercalando piedras, hierba, vertientes, coronillas y matas de espina de cruz. A la derecha, se abre un
valle que desciende en una pendiente suave para remontar discretamente hasta un repecho. Entre ambos el camino interior sube en vueltas ariscas sobre terreno desparejo hasta llegar a las casas y a los galpones.
Estos, casas y galpones, están en el punto más alto del establecimiento. El cielo lo cubre
todo, el cielo abierto en el que se configuran las nubes en grises y blancos sobre el fondo gris celeste o azul. Desde la galería de mi casa - un rancho de más de cien años - se ven las
sierras en el horizonte. Según transcurre el día, su luz tiñe o destiñe las sierras lejanas
Quienes me visitan mencionan también el silencio, que interpreto como la ausencia de
sonidos urbanos. De mañana temprano se escucha el canto de las cotorras desde sus nidos en las palmeras a ambos lados de la galería, ese sonido agudo de matracas que dan vueltas y vueltas. O el mugido de alguna vaca o de varias. Las dos perras de la casa que rasguñan la
puerta de mi dormitorio para que las deje salir al campo. De noche se escucha la voz
insistente de los grillos o el croar de las ranas. Y cada tanto ladridos de los perros del
encargado comentado quien sabe qué.
En un principio no fue todo paisaje y cielo abierto, me había tocado en suerte el campo en
una separación de bienes. Hube de acomodarme de una cultura urbana a otra cultura, a
otro lenguaje, a otros tiempos. Mi relación con la tierra hasta ese momento había sido a
través de los jardines de mi vida, con límites periféricos precisos y responsabilidades limitadas. Llegaba de la poesía - de las primeras estrofas cándidas de la infancia a otras mejor articuladas más tarde, de la enseñanza del inglés, de la crítica de arte y de la curaduría. El
campo abierto y la cría de ganado eran entonces territorios vírgenes para mi. Como lo
fueron otras labores campesinas y el trato con gente propiamente de campo.
Hace veinticinco años la línea telefónica era precaria, para una llamada de larga distancia había que ir al pueblo y esperar turno, no había llegado el Internet y no suponíamos la posibilidad del wifi.
Criada y formada en la ciudad, el hablar y escuchar habían sido ejercicios inmediatos,
preguntas y respuestas se habían sucedido sin intermitencias. En El Rincón y en la misma
ciudad de Pan de Azúcar - entonces más pueblo que ciudad - aprendí que debía cambiar el tono de lo que decía, debí moderarlo, y si hacía una pregunta, esperar que mi interlocutor se reponga antes de animarse a contestar.
Algo así como pasar de la música clásica de siglos pasados a la música clásica contemporánea en la que los espacios entre las notas o frases musicales pueden ser extemporáneos.
Trabajar en el campo fue una escuela dura, pero escuela al fin, dado que me involucró en un aprendizaje que fue más allá de la cría de ganado, si bien este constituyó el corazón de la gestión. Fue una inmersión en usos y costumbres y prejuicios instalados que me habían sido
ajenos.
Durante los primeros quince años seguí trabajando en Buenos Aires escribiendo poesía, cuentos, una novela, en traducciones, en curadurías y haciendo crítica de arte. Viajaba una vez al mes a El Rincón por cuatro o cinco días, recorría a caballo el predio, me involucraba en tareas con el ganado, y con dificultad me hacía cargo de las tareas administrativas y el papeleo Venir de una cultura urbana reflexiva me permitió comprender cuales practicas tradicionales en el manejo del ganado no eran funcionales, cuales lo eran, y lo que se podía mejorar. Esto de cómo mejorarlas era una cuestión de sentido común básico. Pero se sabe, éste es el menos común de los sentidos.
Quince años después renuncié a las clases que daba en la USAL -Universidad del Salvador-, antes había renunciado a la página que escribía para el suplemento dominical del Buenos Aires Herald, para quedarme a vivir en el campo.
No imaginé, ni supuse, como esto de haber aceptado una obligación que no había previsto,
en teoría contrapuesta a la vida que había elegido originalmente, me llevaría a encontrar mi lugar en el mundo.
1 - Marguerite Yourcenar
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