El silencio y la espera [1]
La paciente acostada
sobre el diván miraba el cielorraso. El
médico sentado en el sillón, los codos en el apoya-brazos, miraba sus
manos. Las puertas cerradas los
protegían de los sonidos de la calle. El
silencio obstinado de la mujer envolvió el cuarto, cubriéndolos. De pronto abrió la boca, respiró como para
hablar y volvió a cerrarla. Suspiró. El aire fue llenándose de sonidos tenues
producidos por pequeños movimientos o por las respiraciones. Con los ojos siempre fijos en el cielorraso
la mujer tomaba conciencia de sus pensamientos. El médico, al acecho, comprendió que el
proceso analítico comenzaba en silencio.
Cuando terminó la sesión, la mujer no había pronunciado una sola
palabra.
La segunda sesión
transcurrió igual. El silencio se
convertía en algo tangible. El médico no
recurrió a sus pequeñas trampas para que la paciente hablase. Se sorprendió a sí mismo tomándolo como una
nueva manera de comunicarse. El tiempo
dejó de tener importancia, estaba dentro de él como de un vientre que los
protegía del mundo exterior. Nuevamente
captó él cuando la paciente comenzó el proceso de asociación de ideas. Ella levantó sus brazos y abrió las manos en
el aire como queriendo empujar algo. El
médico miró sus propias manos abiertas sobre sus rodillas y las sintió tensas,
reaccionando por su cuenta repetían el gesto de la mujer. Cerró los ojos y vio largos corredores grises
que desembocaban en una nebulosa oscura, espesa y pegajosa. La paciente gritó. El grito recorrió el aire con aleteo de
pájaro, revoloteó sobre sus cabezas y desapareció en el aire.
II
Pasaron meses. El hombre comprendió que la mujer evitaba las
palabras por inútiles, porque antes no le habían servido para expresarse. El mismo sentía alivio de poder desprenderse
momentáneamente de un código que se prestaba a interpretaciones diferentes y
subjetivas. El cuerpo casi inmóvil de la
mujer recostada en el diván hablaba el idioma más sutil que él hubiese
escuchado, y aunque él no la mirase, el aire mismo le trasmitía mensajes. Mientras duraban las entrevistas el aire
cobraba una consistencia elástica y mágica que parecía cobijarlos.
En recogimiento, el
hombre se sentía sostenido por el tiempo y por el silencio de esa mujer, que él
ya no sentía como una obstinación, sino como la revelación de un mundo más allá
de las palabras. Si cerraba los ojos
veía imágenes que él presentía eran las mismas que atormentaban a su paciente.
Al cabo de un año la
mujer habló. Con los ojos cerrados habló largo rato. Al médico le pareció haber imaginado la
voz. Después de ese día no volvió más
al consultorio.
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