de Cuentos Burgueses, Alina Molinari, Grupo Editor Latinoamericano /
Escritura de hoy, 1993.
La paciente acostada sobre el
diván miraba el cielorraso. El médico
sentado en el sillón, los codos en el apoya-brazos, miraba sus manos. Las puertas cerradas los protegían de los
sonidos de la calle. Los unía el
silencio obstinado de la mujer. De
pronto ella abrió la boca, respiró como para hablar y volvió a cerrarla. Suspiró.
El aire transmitió los sonidos tenues de movimientos leves y de las
respiraciones. Con los ojos siempre
fijos en el cielorraso la mujer tomaba conciencia de sus pensamientos. El médico, al acecho, comprendió que el
proceso analítico comenzaba en silencio.
Cuando terminó la sesión, la mujer no había pronunciado una sola
palabra.
La segunda sesión transcurrió
igual. El silencio se convertía en algo
tangible. El médico no recurrió a sus
pequeñas trampas para que la paciente hablase. Se sorprendió a sí mismo tomándolo como una
nueva manera de comunicarse. Nuevamente
él captó cuando la paciente comenzó el proceso de asociación de ideas. Ella levantó sus brazos y abrió las manos en
el aire como queriendo empujar algo. El
médico miró sus propias manos abiertas sobre sus rodillas y las sintió tensas,
reaccionando por su cuenta repetían el gesto de la mujer. Cerró los ojos y vio largos corredores grises
que desembocaban en una nebulosa oscura, espesa y pegajosa. La paciente gritó. El grito recorrió el aire con aleteo de
pájaro, revoloteó sobre sus cabezas y desapareció en el aire.
II
Pasaron meses. El hombre comprendió que la mujer evitaba las
palabras por inútiles, porque antes no le habían servido para expresarse. El mismo sentía alivio de poder desprenderse
momentáneamente de un código heredado que se prestaba a interpretaciones
diferentes y subjetivas. El cuerpo casi
inmóvil de la mujer recostada en el diván hablaba el idioma más sutil que él
hubiese escuchado. Mientras duraban las entrevistas el aire cobraba una
consistencia elástica y mágica, envolvente.
En recogimiento, el hombre se
sentía sostenido por el tiempo y por el silencio de esa mujer, que él ya no
sentía como una obstinación, sino como la revelación del mundo más allá de las
palabras. Si cerraba los ojos veía
imágenes que él presentía eran las mismas que atormentaban a su paciente.
Al cabo de un año la mujer habló
largo rato con los ojos cerrados. Al
médico le pareció que imaginaba su voz.
Después de ese día no volvió más al consultorio.
Publicado en La Prensa el 24 de agosto de 1980.