de La entrevista inédita y otros cuentos
Nuevo hacer, Grupo Editor Latinoamericano, 1997
La esquila
Hacía
calor, el aire espeso le quemaba la cara y la humedad le pesaba sobre la
barriga y en las piernas. Hacia falta que lloviese para que se quebrase esa pesadez que los había
puesto a todos de mal humor. Sobretodo a
Fernando, su marido. Y para colmo había
llegado la gente de la esquila. El día
antes Fernando había ido al pueblo a buscar galleta par darles, y había
carneado una oveja. Ahí la estaban
asando en la parrilla grande. El
cocinero que había llegado con ellos cebaba el mate mientras cuidaba el
asado. Tomaba solo porque los hombres
estaban en el galpón esquilando. Teresa,
“la Teresa”, como la llamaba su familia y el resto de la gente, estaba ojerosa
de tanto calor, y del peso de su barriga de siete meses. Se le habían empezado a hinchar las piernas
y las manos. El médico del hospital le
había dicho que no pusiera sal en la comida, pero Fernando no comía nada sin
sal, entonces ella comía igual que él.
La Teresa hacía sus cosas sin mirar a los hombres, demasiado bien sabía
lo que eran esas conversaciones de galpón.
Tendrían cuidado cuando creían que Fernando escuchaba, pero después... Eran
raros los hombres, raros y malos. ¿Por
qué hablaban así de las mujeres como si no importasen? Fernando le había dicho:
- No vayas al
galpón, ya sabés.
Ella tuvo ganas de contestarle: Para eso estás vos, para defenderme. Pero se calló la boca. Era una de las primeras cosas que había
aprendido de chica, a callarse. Hablar
de más a uno siempre le traía problemas.
Si refrescase... La Teresa no
miraba a los hombres pero veía lo que pasaba.
Había aprendido a ver sin mirar.
Los de esta esquila no eran los mismos del año pasado, algunos habían
vuelto, otros no. ¡Que lástima! Le hubiese gustado verlo otra vez al rubito
ese. Aunque ella estaba tan fea... De noche cuando no podía dormir pensaba en
él. Lo veía todavía en el galpón
moviéndose con gracia y bailando con el carnero. El pelo largo sostenido en la frente por
una vincha y las bombachas sostenidas por una rastra de plata. El torso al aire, bronceado dorado, no negro
o blanco leche como el de los demás.
Se movía con gracia. Ella lo vio
enseguida, él la ojeó también.
Fernando, como siempre, había corrido de aquí para allá,
cuidando de que los peones hiciesen bien las cosas y dándose importancia. Era la primera vez que el patrón no había
ido para la zafra y él había quedado a cargo de todo. Se quejó como si le molestase, pero se
había puesto ancho, y hasta parecía más alto.
Pero fue el rubito el que acaparó su atención. Era distinto a los
demás. No tomaba parte en las
conversaciones. Mientras los demás
descansaban, después de almorzar, lo vio bailando con el carnero. El carnero lo seguía y le bailaba
alrededor. Parecían embrujados.
A la tardecita del día siguiente fue caminando hasta el
arroyo al fondo del campo. Fue sola
para poder pensar sin que la distraigan.
En la casa siempre podía entrar alguien buscando algo, o entrar a
charlar no más. No quería
charlar, quería pensar en lo que había
visto. Cuando llegó a la orilla del
arroyo vio que el rubito había llegado antes que ella. El le daba la espalda, de a poco se dio
vuelta y la miró de reojo. Ella le
devolvió la mirada de frente. Entonces
él se dio vuelta del todo. Así estuvieron un rato que a ella le pareció largo y
corto. No se le ocurrieron palabras para
hablar, ni le parecieron necesarias.
Sentía el movimiento en el cuerpo antes de hacerlo, sentía el impulso de
acercarse a tocar el pecho dorado. Dio
un paso, y otro, y estiró el brazo derecho, y con las yemas de los dedos rozó
el torso. Sus dedos se dejaron llevar
por el impulso y se fueron extendiendo
sobre el pecho del hombre, acariciándolo apenas. Su mano decidía por ella. El rubito se dejó acariciar, lo sintió
temblar bajo su mano, lo vio temblar. El
entreabrió la boca y jadeando la apretó
contra la boca de ella y fueron cayendo al borde del arroyo. Aún siente en las manos la carne firme y
tensa del hombre y recuerda su sexo entrando entre sus piernas. Ella se arqueó retobada y gimió, las lágrimas le corrieron por las mejillas. El le chupó las lágrimas y le dijo cosas que
ella no entendió, salvo al final, cuando se desplomó sobre la hierba.:
- Te llevo
conmigo.
Teresa sintió que los latidos de su corazón la hundían en
la hierba. Su cabeza y su corazón
estallaron, estaban en todos lados, en los árboles, en el agua, en las vacas que
pastaban cerca. El mundo latía y
estallaba con ella. Tuvo miedo. La emoción la arrasó y tuvo miedo. El rubito se levantó arreglándose la ropa:
- Te espero en la
última portera. Me voy ya.
Ella se sentó y lo miró abriendo mucho los ojos para no
olvidárselo. De noche, cuando no puede
dormir sale afuera y lo imagina en la distancia bailando con el carnero. ¿Por qué no lo siguió? A veces, durante el día, va hasta el borde
del arroyo y se sienta sobre la hierba.
No puede comprender bien lo que pasó,
si puede sentirlo.