de Cuentos Burgueses / Grupo Editor Latinoamericano / Escritura de Hoy, 1993, como Alina Molinari, hoy Alina Tortosa
Las calas A Hectorcito
In Memoriam
Fue en Santillana del Mar, en primavera, en el
Parador de Gil Blas. Sentada en la
galería miraba distraída los arbustos de hortensias contra el muro mohoso de
piedra, y las calas a cada lado del
portón que da a la calle. Calas. Las había visto por todas partes en Galicia,
en los parques, en los jardines, contra los muros, calas y más calas. Las había visto en Asturias, ya el borde del
cáliz ajado, y ahora en Santillana, provincia de Santander. No me gustan.
Los tallos altos, gruesos, las hojas grandes, carnosas, y la flor como
una gran campanilla blanca con su largo pistilo amarillo. Me recuerdan la muerte, el cementerio, y
también las he visto en la capilla del colegio cuando era chica, tiesas en sus
floreros. Son feas, y morbosas.
Sin que yo lo hubiese visto acercarse, de pie a mi lado me sonreía un hombre rubio
de piel tostada y ojos azules. Yo
también le sonreí.
- ¿ Por qué no te gustan ?- me preguntó.
¿ Cómo sabe lo que pienso ? ¿Por
qué me tutea ?, pensé.
Llevaba el pelo corto, las líneas profundas de
su rostro denunciaban que había pasado mucho tiempo al aire libre. Su sonrisa era contagiosa.
- No son tan feas. Mirá, el tallo es gracioso y el cáliz blanco
es elegante.
Poco a poco lo fui reconociendo. Creo que empecé por su acento porteño. Supe que había visto antes la camisa a
cuadros celestes chiquitos. También
había visto la corbata discreta a rayas sobre fondo azul. Y si bien muchas corbatas se parecen, ésta me
emocionó. Y después sentí la colonia, esta
vez fui yo quien le hizo una pregunta.
- ¿ Por qué tardaste tanto en volver ? ¿ No sabías que yo necesitaba verte ?
- Donde yo estoy el tiempo tiene otra dimensión.
- Has envejecido, por eso no te reconocí
enseguida.
- La única manera de poder llegar aquí era usar
este cuerpo que me hubiese pertenecido, si hubiese seguido viviendo.
- Muchas veces me pregunté cómo serías ahora y no lograba imaginármelo.
- Ya lo ves.
Los ojos azules sonreían, algunos cabellos grises apagaban el rubio del
pelo.
- Señora, ¿quiere usted pasar al comedor?
Abrí los ojos y vi a la mucama del parador que
se agachaba a hablarme. Debí haberme
quedado dormida. Miré el jardín, estaba
desierto. Los últimos rayos de sol
alcanzaban las calas, iluminando los bordes de las flores. Durante la comida me acompañó el aroma de la colonia que no
había sentido desde hace tanto tiempo, y el reflejo de unos ojos azules
sonrientes.